La historia de la humanidad ha estado marcada en buena medida por el desarrollo tecnológico y la extensión de la mecanización.
En aras de su bienestar el hombre ha tendido a dirigir su imaginación e inteligencia hacia la fabricación de máquinas que faciliten su supervivencia y aumenten su calidad de vida, concebida con frecuencia como consumo de bienes materiales. Sin embargo, no son despreciables los riesgos que entraña encomendar a la máquina una posición de supremacía dentro de la estructura social, económica y cultural en la que se desenvuelven nuestras vidas.
Aportaciones críticas como las del pensador alemán Erich Fromm (1900-1980) nos advierten de los peligros que la deriva mecanicista puede acarrear para una existencia de calidad del ser humano.
A diferencia del hombre primitivo que se valía de su observación y memoria propias para un aprendizaje consciente, el hombre cibernético de hoy confía cada vez más su felicidad a la máquina. Hemos evolucionado de tal modo que se ha intensificado nuestro distanciamiento de la naturaleza, al tiempo que reverenciamos un nuevo ídolo: la tecnología. Ello ha comportado, como nos sugiere Fromm, una priorización del “tener” en detrimento de la defensa del “ser”.
El hombre moderno se cree un ser poderoso porque con sus máquinas domina la naturaleza, pero en realidad se encuentra desamparado. Posee una relación tan simbiótica con el mundo de las máquinas que “sin ellas es un inválido”.
El siguiente pasaje de su obra Del tener al ser, escrita por Fromm hace medio siglo, nos empuja a reflexionar sobre verdades que hoy parecen incluso más evidentes que entonces, a la luz de los efectos de los últimos pasos que el desarrollo tecnológico nos planta ante nuestros ojos.
“Los ídolos, según decía la crítica profética, no eran más que trozos de madera o piedra, y su única fuerza era la que le transmitía el hombre, para recibir en devolución parte de ella. Las máquinas no son precisamente unos trozos de metal inútiles: en realidad, crean un mundo de cosas provechosas. El hombre depende realmente de ellas, pero, del mismo modo que ocurrió con los ídolos, él es quien las ha inventado, proyectado y construido. Las máquinas, como los ídolos, son producto de su imaginación técnica, que, emparejada con la ciencia, puede crear cosas de mucha utilidad material, pero que han llegado a dominarlo.
Prometeo trajo el fuego a los hombres para liberarlos del dominio de la naturaleza. En este momento de su historia, los hombres se han esclavizado a ese mismo fuego que había de liberarlos. El hombre de hoy, que lleva máscara de gigante, se ha convertido en un ser débil y desamparado, dependiente de las máquinas que “él” ha creado y, por tanto, de los dirigentes que aseguran el buen funcionamiento de la sociedad que produce la máquina, dependiente del buen funcionamiento de la economía, aterrorizado por el miedo a perder todas las ventajas, a ser “un hombre sin rango ni título”, a ser a secas, a tener que hacerse la pregunta: “¿Quién soy yo?”.
En resumen, el hombre moderno tiene muchas cosas y usa muchas cosas, pero es muy poca cosa. Sus sentimientos y sus pensamientos están atrofiados, como músculos sin emplear. Tiene tanto miedo a cualquier cambio social que toda perturbación del equilibrio significa para él caos o muerte: si no la muerte física, la muerte de su identidad.”
Para leer más:
Erich Fromm: Del tener al ser. Paidós, Barcelona, 2022.