
Se cumple medio siglo desde que el economista y matemático Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994) escribiera, con la colaboración de otros reconocidos economistas, un texto que formó parte de un manifiesto más amplio, impulsado con motivo de la primera Conferencia Mundial de Naciones Unidades sobre Medio Ambiente (la Cumbre de Estocolmo de 1972). En dicho texto Georgescu-Roegen nos advertía de que “la evolución de nuestra morada en la Tierra se aproxima a una crisis de cuya resolución puede depender la supervivencia de la humanidad”.
La producción de bienes y servicios se ha venido considerando fuente prioritaria de beneficios para la sociedad. Sin embargo, también ha conllevado costes que no dejan de ser cada vez más evidentes. El persistente crecimiento económico agota irrevocablemente nuestro stock finito de materias primas y energía. Al mismo tiempo se constata que se está sobrepasando la capacidad, igualmente finita, que tiene nuestro ecosistema para absorber los residuos y la contaminación generados en los procesos económicos.
Según Georgescu-Roegen la situación ecológica es de tal gravedad que la tarea del economista, como la de científicos y planificadores de otras áreas del conocimiento, no debe quedar al margen. El economista de hoy ha de tener una visión más amplia, debe dejar de aislar su dominio de otras ramas de la sabiduría.
Los costes ecológicos de los procesos económicos actuales sobre las generaciones futuras encierra un importante problema ético que el economista como gestor y planificador de recursos no puede eludir. Asimismo, la imposibilidad material de procurar el crecimiento económico perpetuo en un planeta que es finito nos aboca a pensar más en la satisfacción de las necesidades humanas reales que en perseguir la maximización de la producción y el consumo.
En suma, la nueva economía que defiende Georgescu-Roegen sostiene como metas la supervivencia y la justica, a las que quedan supeditados la producción y el consumo:
“Es necesaria una nueva economía cuya finalidad sea la administración de los recursos y lograr un control racional sobre el desarrollo y las aplicaciones tecnológicas de modo que sirvan a las necesidades humanas reales, más que a la expansión de los beneficios, la guerra o el prestigio nacional. Es necesaria una economía de la supervivencia, o más aún, de la esperanza -una teoría y una visión de una economía global basada en la justicia, que haga posible la distribución equitativa de la riqueza de la Tierra entre la población, tanto actual como futura-. Está claro que no podemos seguir considerando útil la separación de la economía nacional de sus relaciones con el sistema global más amplio. Pero los economistas pueden hacer algo más que medir y describir las complejas relaciones entre entidades económicas; podemos trabajar activamente por un nuevo orden de prioridades que trascienda los estrechos intereses de la soberanía nacional y que en vez de a ellos sirva a los intereses de la comunidad mundial. Debemos reemplazar el ideal del crecimiento, que ha servido como sustitutivo de la distribución equitativa de la riqueza, por una visión más humana en la que la producción y el consumo estén subordinados a las metas de la supervivencia y la justicia”.
Para leer más:
Nicholas Georgescu-Roegen: Ensayos bioeconómicos. (Edición de Óscar Carpintero). Catarata, Madrid, 2021.

