La naturaleza en el hogar: una cita con Bénito Pérez Galdós

En un mundo cada vez más urbano, donde el asfalto sustituye a los prados, y los automóviles a los animales, cobra especial importancia que nuestra conciencia no termine por desvincularse completamente de la naturaleza.

El ser humano cuando no tiene a su disposición un acceso fácil al entorno natural puede suplir esta falta intentando reunir, en mayor o menor medida, elementos de flora o fauna que le proporcionen en su hogar una vida de mayor bienestar.

Para ilustrar esta opción, desde un prisma literario, traemos hasta aquí un pasaje de la novela El doctor Centeno, del escritor español Benito Pérez Galdós (1843-1920), en el que este célebre autor nos describe un caso muy peculiar. Se trata de la vivienda de doña Isabel Godoy, la tía del coprotagonista de la novela, Alejandro Miquis, donde la presencia de especies naturales alcanza niveles poco comunes.

“Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y verdura, los del segundo éranlo mucho más, porque en ellos el follaje se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era ya una vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía a la memoria lo que de Babilonia se cuenta. Los tiestos de diversa forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores, medias tinajas y barriles, todo admirablemente cultivado y lleno de variedad gratísima de plantas. Descollaban una higuera con higos, un manzano con manzanas, un níspero también con fruto, un albaricoque y hasta una parra que ofrecía en sus ya pintados racimos abundante esquilmo de octubre. Y entre estas familias mayores, las capuchinas de doradas florecillas subían por la jamba, agarrándose a cuerdas muy bien colocadas; lo mismo hacían las campánulas, el guisante de olor y otras trepadoras. Achaparrados y asomando por entre los hierros, veíanse los claveles, el sándalo, la hierbabuena, la medicinal ruda, la balsamina, el perejil de la reina, el geranio de plumas y otras especies domésticas. Colgadas a un lado y otro de los balcones había hasta media docena de jaulas chiquitas con verderones y jilgueros presos; pero tan cantantes, que no cesaban ni un momento de arrojar sobre la calle sus deliciosos trinos.”

Para leer más:

Benito Pérez Galdós: El doctor Centeno. Tormento. La de Bringas. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2007.

El amor a los pájaros: una cita con José Saramago

El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1998, nos transmite en su libro Viaje a Portugal la realidad cultural y artística de su país natal, que redescubrió entre los años 1979 y 1980 tras decidir visitarlo de extremo a extremo.

Viaje a Portugal es principalmente una crónica de viaje en la que el autor deja reflejadas sus impresiones sobre la belleza del patrimonio artístico que atesoran las ciudades y pueblos lusitanos. Pero el viajero no fue ajeno a otra clase de belleza: la belleza de los diversos ecosistemas naturales por los que transitó durante su largo periplo personal. Y tampoco pudo eludir su amor por los animales, como cuando tuvo lugar su visita a la villa de Borba que recoge el siguiente pasaje:

“Al viajero, decididamente, le gusta Borba. Será por el sol, por esta luz matinal, será por la blancura de las casas (¿quién ha dicho que el blanco no es un color, sino la ausencia de él?), será por todo eso, y por lo demás, que es el trazado de las calles, la gente que por ellas anda, no sería preciso más para un sincero afecto, cuando, de pronto, ve el viajero en una tapia, la más extraordinaria declaración de amor, un letrero que decía: PROHIBIDO DESTRUIR LOS NIDOS. MULTA 100$00.

Hay que convenir en que merece todos los loores una villa donde públicamente se declara que el rigor de la ley caerá sobre los malvados que derriben las moradas de los pájaros. De las golondrinas, para ser más riguroso. Puesto que el letrero está en una tapia que precisamente usan las golondrinas para construir sus nidos, se entiende que la protección sólo a ellas cubre. Lo demás pájaros, bribones, algo bellacos y nada dados a confianzas humanas, hacen sus nidos en los árboles, fuera de la villa, y se sujetan a los azares de la guerra. Pero ya es excelente que una tribu del pueblo alado tenga la ley a su favor. Yendo así, poco a poco acabarán las leyes por defender a las aves todas y a los hombres todos, excepto, claro está o no merecerían el nombre de leyes, a los nocivos de un lado y otro. Probablemente por efecto del calor, el viajero no está en uno de sus días de mayor claridad, pero espera que lo entiendan”.

Para leer más:

José Saramago: Viaje a Portugal. Unidad Editorial, Madrid, 1999.

Ramón y Cajal: el amor a los animales

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El médico y científico Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), Premio Nobel de Medicina en 1906, es célebremente recordado por sus valiosas aportaciones a la ciencia. El investigador español fue, además, una persona sabia y humanista, y también un gran amante de la naturaleza.

Como naturalista declarado, Cajal encontró en los animales, singularmente en los pájaros, una de sus pasiones, como recoge el siguiente fragmento de su obra autobiográfica Mi infancia y juventud:

“Tales aficiones fomentaron mis sentimientos de clemencia hacia los animales. Gustaba de criarlos para gozar de sus graciosos movimientos y sorprender sus curiosos instintos; pero jamás los torturé, haciéndolos servir de juguete, como hacen otros muchos niños. Para cazarlos prefería los procedimientos que permitían cogerlos vivos (besque o liga, lienas con hoyos hondos, la red, etc.). Cuando había reunido muchos y no podía atenderlos y cuidarlos esmeradamente, los soltaba o los devolvía, todavía pequeñuelos o implumes, a sus nidos y a las caricias maternales. En esos caprichos no entraba para nada el interés gastronómico ni la vanidad del cazador, sino el instinto del naturalista. Bastaba para mi satisfacción asistir al maravilloso proceso de la incubación y a la eclosión de los polluelos; seguir paso a paso la metamorfosis del recién nacido, sorprendiendo primeramente la aparición de las plumas sobre la piel de los frioleros pequeñuelos; luego, los tímidos aleteos del pájaro que ensaya sus fuerzas y despereza las alas, y, finalmente, el raudo vuelo con que toma posesión de las anchuras del espacio”.

Para leer más:

Ramón y Cajal, Santiago: Obras literarias completas. (Mi infancia y juventud). Aguilar, Madrid, 1961.