Naturaleza y riqueza en la isla del tesoro

Nos relata el escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) en su célebre novela La isla del tesoro las aventuras que vivieron Jim Hawkins y los dos bandos de la tripulación del buque La Española en su viaje a una isla donde se esconde un cofre con setecientas mil libras en oro.

En tierra firme aquellos buscadores de oro, siguiendo las pocas indicaciones del mapa que poseían, atravesaron bosques de pinos de diversas alturas. Su objetivo era dar con la pista de los tres “árboles elevados” localizados en el declive de la montaña de El Vigía que preside la isla.

En aquel lugar la contemplación de la belleza de la naturaleza quedaba ensombrecida por el resplandor de la ansiada riqueza. Como nos sugiere Stevenson en el siguiente pasaje, la codicia puede terminar por cegar el alma de los seres humanos:

“Llegamos al primero de los grandes árboles, pero tomada la dirección con la brújula resultó no ser aquel el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba como a unos doscientos pies sobre la cima de un boscaje de arbustos. Era este un verdadero gigante de los bosques con una columna recta y majestuosa como los pilares de una basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuya sombra podría muy bien haber maniobrado una compañía de soldados. Tanto desde el este como desde el oeste podía distinguirse muy bien en el mar aquel coloso y habérsele marcado en el mapa, como una señal marítima.

Pero no era por cierto su corpulencia imponente lo que impresionaba a mis compañeros, sino la seguridad de que nada menos que setecientas mil libras en oro yacían sepultadas en un punto cualquiera bajo el círculo extenso de su sombra. La idea de las riquezas que les aguardaban concluyó por dar al traste con todos sus terrores precedentes en cuanto que se acercaban al sitio codiciado. Sus ojos lanzaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expeditos; su alma entera estaba absorta en la expectativa de aquella riqueza fabulosa que había de asegurarles para toda la vida una no interrumpida serie de extravagancias y placeres sin límites, cuyas imágenes danzaban tumultuosamente en sus imaginaciones”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

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El mar, una cita con Robert Louis Stevenson

El escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) es célebre por su inestimable obra literaria, entre la que se encuentra La isla del tesoro.

Nos relata, Jim Hawkins, el protagonista de esta novela, las aventuras que se suceden en una isla cuya localización geográfica no desvela. También nos transmite, como en el siguiente pasaje, su percepción de un mar que siempre se deja sentir a su alrededor:

“Nunca he visto el mar tranquilo en todo el derredor de la isla del tesoro. El sol puede lanzar desde arriba cuanto calor le sea posible; puede muy bien la atmósfera estar sin una sola ráfaga de viento, y la superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto no impedirá jamás que aquellas grandes moles de agua espumante rueden a lo largo de toda la costa tronando siempre, tronando de día y de noche, de tal suerte que apenas habrá lugar alguno en la isla entera en donde se pueda uno liberar de oír aquel rumor eterno”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

La casa de la diosa Calipso, en palabras de Homero

Durante el largo viaje de regreso a su patria, la anhelada Ítaca, Ulises se ve arrastrado por los dioses hasta la isla de Ogigia. Aquí vive “la artera Calipso nacida de Atlante, la de hermosos cabellos, terrible deidad”, que lo retuvo en su casa durante siete años persuadiéndolo infructuosamente con la inmortalidad y la eterna juventud.

Con las siguientes palabras describe Homero en la Odisea la casa de la diosa Calipso que conoció Ulises en aquella bella isla:

“A la isla remota llegó finalmente y en ella tomó tierra dejando las aguas violáceas; derecho caminó hacia la cueva espaciosa, mansión de la ninfa de trenzados cabellos. Allí estaba ella, un gran fuego alumbraba el hogar, el olor del alerce y del cedro de buen corte, al arder, aromada dejaban la isla a lo lejos. Cantaba ella dentro con voz melodiosa y tejía aplicada al telar con un rayo de oro. A la cueva servía de cercado un frondoso boscaje de fragantes cipreses, alisos y chopos, en donde tenían puesto su nido unas aves de rápidas alas, alcotanes y búhos, chillonas cornejas marinas de la raza que vive del mar trajinando en las olas.

En el mismo recinto y en torno a la cóncava gruta extendíase una viña lozana, florida de gajos. Cuatro fuentes en fila, cercanas las cuatro en sus brotes, despedían a lados distintos la luz de sus chorros; delicado jardín de violetas y apios brotaba en su torno: hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio quedaría suspenso a su vista gozando en su pecho.”

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Cuando Ulises regresa a Ítaca

Nos cuenta Homero en La Odisea el largo y heroico regreso del mítico Ulises a su patria, la célebre Ítaca. Gracias a Alcínoo, rey de los feacios, expertos remeros que conoció en la isla de Esqueria, consigue hacerse con los medios para, al fin, llegar a su anhelada casa.

Mientras Ulises permanecía sumido en un prolongado sueño, la nave hollaba las aguas marinas hasta conducirlo a su destino.

“Una vez que llegaron al mar y al lugar de la nave, recogiéndolo todo sus nobles guiadores, pusieron en el fondo del barco el licor y los víveres;  luego le tendieron a Ulises un lecho con lienzos de lino y un cojín en las tablas de atrás, que durmiese en sosiego. Embarcándose el héroe, acostose en silencio y los hombres ocuparon por orden su sitio en los bancos; soltaron de la piedra horadada la amarra y, doblando los cuerpos, comenzaron a herir con los remos las aguas marinas.

Entretanto caíale en los ojos a Ulises un sueño prolongado, suavísimo, igual en gran modo a la muerte. Como vemos que en una cuadriga los cuatro caballos se encabritan sintiendo el chasquido del látigo y rompen a correr vivamente a la vez devorando el camino, tal, alzada de prora, marchaba la nave dejando una estela brillante y bullente en el mar estruendoso; navegaba segura y tenaz; ni el halcón en su giro, volador entre todas las aves, pudiera escoltarla.

De este modo ligera la nave cortaba las olas; transportaba a un varón semejante en ingenio a los dioses que en su alma se llevaba las huellas de mil pesadumbres padecidas en guerras y embates del fiero oleaje, mas que entonces, de todo olvidado, dormía dulcemente”.

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Cuando Ulises se refugió en la selva

El mítico personaje de Ulises, el rico en ingenios, el de heroica paciencia, descrito por Homero en La Odisea, en su largo viaje de vuelta a Ítaca pasa por la isla de Ogigia. Allí es retenido durante siete años por la diosa Calipso hasta que es liberado y consigue reemprender rumbo oceánico.

Tras dieciocho jornadas de travesía errante Ulises es finalmente arrastrado por la furiosa mar hasta la costa de las tierras de los feacios. Con las fuerzas debilitadas a causa del cansancio y el frío decide que su mejor refugio será la naturaleza arbórea. En el bosque encontrará la hojarasca que le dará cobijo para contraer un profundísimo sueño aquella noche divina.

“Meditando entre sí discurrió que mejor le estaría refugiarse en la selva: mostrábase cerca del agua bien visible en la altura. Entró él en mitad de las frondas de dos tallos brotados del mismo lugar, que era el uno de acebuche y el otro de olivo; jamás las pasaban el furor de los húmedos vientos ni el sol con sus rayos ni las aguas de lluvia; en tal trabazón abrazados se mostraban los dos. Entre ellos metiéndose Ulises y hacinando el follaje, dispúsose un lecho espacioso, que eran muchas las hojas allí derramadas, bastantes a abrigar a dos hombres o tres de la dura intemperie por muy recio que fuese el hostigo del tiempo. Gozose de mirarlas Ulises divino, el de heroica paciencia, acostose en mitad y cubriose de espesa hojarasca.

Como un hombre en remota heredad, sin vecinos en torno, escondiendo un tizón en los negros rescoldos, reserva la simiente del fuego y excusa el pedirlo a otra parte, tal allí se cubrió con las hojas Ulises; y Atena en sus ojos el sueño vertió, que los párpados luego le cerrase y calmara sin más su penosa fatiga”.

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Las retamas, en el verso de Alonso Quesada

Cuando el dolor se instala en el alma la naturaleza puede aliviarlo.

Este pensamiento nos lo transmite el escritor canario Alonso Quesada (1886-1925) en un poema de su obra Los caminos dispersos.

El poeta, sumido en una nostalgia asolada, descubre cómo su ánimo pudo haber sido distinto si su conciencia hubiese captado todas las bondades de las retamas que aquella mañana primaveral se encontró en el camino.

¿El hogar laborado tiene un valor seguro?
Yo tengo ahora una perspectiva
de hogar en esta pura mañana.
Pero como mi palabra es casi muda
y cada vez más lejana,
seguirá el camino
sin la mano necesaria.

¡Ah, si hubiera puesto en mi conciencia
alguna vez el olor y la alegría
de estas maravillosas retamas
y no el viento arenoso
de una complicación disparatada!
¿Pues qué soy yo sino barro frágil,
y qué es mi cuerpo sino orza de barro
con miel de sueño en las entrañas...?

Para leer más:

Alonso Quesada: Poesía. Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2013.

El olivo, en el verso de Josefina de la Torre

Aprender de la naturaleza, nos sugiere la escritora canaria Josefina de la Torre (1907-2002) con el poema Olivo incluido en su obra Marzo incompleto.

El árbol del olivo, como los seres humanos, experimenta a lo largo de su vida periodos de sequía y padecimientos, a la vez que no deja de perseguir viejos anhelos nunca realizados. Sin embargo, la esencia que define a este árbol, que arranca desde sus hondas raíces, permanece inquebrantable.

OLIVO.
Seco, retorcido, tronco doloroso.
Olivo.
Ni flor,
ni rama que cobija.
Angustioso querer y nunca erguirse.
Verdinegro sopor.
Olivo.
Quisieras alzarte,
elevarte, esbelto, orgulloso,
y luchas
desde las raíces de la tierra dura
hasta donde el pecho se te quiebra.
Olivo.
Tus brazos no llegan,
se quedan oscuros.
Tu rama
apenas es bella.
Pero tú, olivo,
no cambiarías tu entraña por llegar al cielo.

Para leer más:

Josefina de la Torre: Oculta palabra cierta. Antología poética. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2020.

Una cita con los gorriones de Juan Ramón Jiménez

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Con su célebre obra Platero y yo, el poeta español Juan Ramón Jiménez (1881-1958) nos transmite con su magistral poesía en prosa su sincero amor a la naturaleza. En esta obra parece exhortarnos a reivindicar el poder liberador de “lo natural”. Sus otros seres vivientes pueden darnos lecciones para proseguir con mayor plenitud por la senda de la vida.

Así, el poeta dedica el capítulo LXIII a los gorriones, unos animales que estén donde estén irradian alegría y libertad. Citamos a continuación el siguiente pasaje:

«¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.

¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.

Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal».

Para leer más:

Juan Ramón Jiménez (1917): Platero y yo.

Naturaleza y progreso técnico, en palabras del Dalai Lama

El pensamiento del líder espiritual tibetano Tenzin Gyatso, más conocido como Dalai Lama, llega a alcanzar reflexiones esenciales sobre los verdaderos cimientos del desarrollo de los países y la calidad de vida de las personas. Preocupado por el bienestar de la humanidad y el lugar donde habitamos, nos advierte de que el progreso técnico es importante pero siempre que no descuidemos el equilibrio ecológico del planeta.

En paralelo a los avances de la ciencia y la tecnología, el mundo moderno se encuentra fuertemente amenazado por la degradación de los ecosistemas, de los cuales depende nuestra subsistencia. En nuestras manos está revertir esta situación.

Así nos lo expresa con pocas palabras el Dalai Lama en los dos fragmentos siguientes de uno de sus libros autobiográficos:

“En mis numerosos viajes por el mundo, tanto en países ricos como en países pobres, en Oriente y Occidente, he visto gentes que disfrutaban de todos los placeres y otras que sufrían. Los avances de la ciencia y de la tecnología no parecen desembocar sino en una mejora lineal y cuantitativa del desarrollo, el cual debería representar más que unas cuantas casas suplementarias en las nuevas ciudades. En consecuencia, el equilibrio ecológico, base de nuestra vida en la Tierra, se ha visto enormemente afectado.

En otro tiempo, el pueblo tibetano tenía una vida feliz en medio de una naturaleza a salvo de toda contaminación. En la actualidad, en todo el mundo e incluso en el Tíbet, la degradación ecológica nos alcanza a gran velocidad. Estoy completamente convencido de que la falta de un esfuerzo concertado entre todos y de una toma de conciencia de nuestra responsabilidad universal harán que asistamos a la destrucción progresiva de los ecosistemas frágiles, fuentes de nuestra subsistencia, y ello provocará la degradación irreversible del planeta Tierra”.

“La ciencia y el progreso técnico son esenciales para mejorar la calidad de vida en el mundo actual. Más importante aún es que nos habituemos a conocer mejor y a apreciar nuestro entorno natural, ya seamos adultos o niños. Si nos preocupamos realmente por los demás y nos negamos a actuar de manera desconsiderada, seremos capaces de cuidar de la Tierra. Aprendamos a compartirla, en lugar de querer poseerla, destruyendo así la belleza de la vida”.

Para leer más:

Dalai Lama: Mi biografía espiritual. Editorial Planeta, Barcelona, 2010.

La naturaleza no percibida: una cita con Jack London

Cuando el desaliento y la fatiga nos invaden, nuestros sentidos son incapaces de percibir con plenitud las bondades de la naturaleza. Esto es lo que les sucede a los protagonistas de La llamada de la selva (también traducida como El llamado del bosque), la célebre novela de Jack London (1876-1916).

Charles, Mercedes, Hal y los perros, que arrastraban sin apenas descanso el trineo durante cinco mil kilómetros, terminaron sucumbiendo cuando al fin llegaron al campamento. En estas condiciones la vivacidad de la naturaleza les es muy ajena, como nos narra London en el siguiente pasaje:

“Hacía un agradable tiempo primaveral, pero ni los perros ni los seres humanos lo percibían. El sol salía más temprano y se ponía más tarde cada día. El alba apuntaba a las tres de la mañana y el crepúsculo se prolongaba hasta las nueve de la noche. El día reverberaba inundado de sol hasta la noche. El espectral silencio del invierno era reemplazado por el murmullo primaveral de la vida que despertaba. Este alegre rumor brotaba de la tierra y de los seres, que renacían y volvían a moverse después de la quietud mortal de los largos meses de invierno glacial. La savia volvía a circular en los pinos. Los sauces y los álamos desprendían nuevos brotes. Los arbustos y la vid se cubrían de verde. Los grillos cantaban por las noches y durante el día salían a tomar el sol toda clase de animales reptantes y rastreros. Las perdices y los pájaros carpinteros se movían rápida y ruidosamente en el bosque. Las ardillas parloteaban, los pájaros cantaban y en el cielo graznaban los patos silvestres, que venían volando desde el Sur en formaciones cuneiformes.

Se oía el murmullo de invisibles manantiales que bajaban de las laderas de las colinas. Las cosas se derretían, se combaban y crujían. El Yukón luchaba por librarse de la coraza de hielo que lo cubría, absorbiéndola por debajo y evaporándola con el sol. Se abrían grandes fisuras en el hielo y algunos bloques se hundían en el río. Y en medio de este bullir y este desgarramiento de la naturaleza renaciente, bajo el brillante sol y a través de las suaves brisas primaverales, avanzaban tambaleándose, como condenados a muerte, los dos hombres, la mujer y los perros”.

Para leer más:

Jack London: El llamado del bosque. Salvat Editores, Estella, 1984.