El viento: una cita con Ángel Guerra

Esa fuerza de la naturaleza que es el viento irrumpe y se desvanece, no sin antes dejar sus huellas sobre la corteza terrestre.

El escritor Ángel Guerra (1874-1950), en su relato de 1912 titulado A merced del viento, nos invita a sentir, en clave literaria, los pasos que imprime el viento cuando encuentra su hábitat en una tierra insular como Lanzarote (Canarias).

“Quieto el aire, pesaba soñoliento sobre la tierra. Ni una ráfaga movía las arenas inmóviles en sueño de siesta. El viento se había quedado muy lejos, allá por la costa, hinchando y espumeando el mar, vencido por el sol. Ya vendría por la noche a correr loco por la llanura, con furia devastadora, revolviendo las arenas, azotando los desgreñados arbustos, sepultándolos, rodando los médanos. Al pie mismo de la costa, al término de aquella tierra baja, donde el ignoto mar sudaba espumas en la lucha, el viento acechaba la marcha del sol, como galán que intenta burlar un tálamo, y cuando la luz del atardecer se desvanecía con una tristeza de colores en el cielo, entraba por el llano desierto a galope sin fin”.

Para leer más:

Ángel Guerra: La Lapa y otros relatos seleccionados. Ediciones Remotas, 2020.

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Una cita con el jefe indígena Seattle y el valor del aire

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El jefe indígena Seattle (Si’ahl en su propia lengua, el lushootseed) pronunció un célebre discurso en 1854 (recreado por Ted Perry en 1970) defendiendo la integridad de su tierra ante el gobernador norteamericano Stevens que visitaba la zona con intención de comprarla.

Las sabias palabras que el jefe Seattle dirigió a aquel ilustre forastero nos recuerdan no sólo el auténtico valor de la tierra sino también del aire que respiramos, y compartimos. A fin de cuentas, el aire nos permite, al igual que a los demás seres vivos, la existencia sobre la faz de la tierra.

«El aire es muy valioso para el hombre de piel roja, porque todos los seres compartimos el mismo aliento: los animales, los árboles y las personas, todos compartimos el mismo aliento. Al hombre blanco no le importa el aire maloliente que respira. Como quien lleva sufriendo muchos días, ya no se da cuenta del hedor. Pero si os vendemos la tierra, tenéis que recordar que el aire es muy valioso para nosotros, como los árboles y los animales. El viento brinda al ser humano su primer aliento y recibe su último suspiro. Y si os vendemos la tierra, la mantendréis íntegra y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda ir a saborear el viento dulcificado por las flores de los prados».

Para leer más:

Si’ahl/Ted Perry: Cada parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Akiara books, Barcelona, 2019.

Una cita con el viento en la obra de Juan Rulfo

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El escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) nos legó una obra literaria no muy profusa, pero de excelente calidad. Su estilo único para describir el paisaje y el paisanaje, la estrecha relación entre sus personajes y el territorio en que habitan, trabajan, deambulan, sufren… lo convierten en un referente universal de la literatura latinoamericana del siglo XX.

Conocido también como el «narrador del viento», recordamos con las siguientes líneas la descripción que hace del valle de Comala, en su obra «Pedro Páramo»:

«Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó su hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra».

Y en otra de sus páginas de la misma obra «Pedro Páramo» leemos en boca de uno de sus personajes:

«Siento el lugar en que estoy y pienso…

Pienso cuando madrugaban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.

El viento bajaba las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.

Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacia caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época».

Para leer más:

Juan Rulfo (1955): Pedro Páramo.