La sierra de Guadarrama, en el verso de Antonio Machado

Ruta Puerto de Cotos_Laguna Grande de Peñalara

El escritor Antonio Machado (1875-1939) nos legó una extensa obra poética de singular calidad.  Como dejó escrito, empleó muchas horas de su vida para elaborar rimas que son producto de sus meditaciones sobre «los enigmas del hombre y del mundo». También nos confiesa su profundo amor a la Naturaleza: «en mí supera infinitamente al del Arte».

La maestría literaria de Antonio Machado queda plasmada en múltiples poemas en los que apreciamos la gran admiración que tenía por la belleza natural, como es el caso, por ejemplo, de Campos de Castilla (1907-1917). De esta obra destacamos aquí un pequeño poema que dedicó a la Sierra de Guadarrama. Este espacio natural protegido español, que Machado visitaba en su época de estudiante, fue declarado Parque Nacional en 2013.

   ¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,
la sierra gris y blanca,
la sierra de mis tardes madrileñas
que yo veía en el azul pintada?
   Por tus barrancos hondos
y por tus cumbres agrias,
mil Guadarramas y mil soles vienen,
cabalgando conmigo, a tus entrañas.

Para leer más:

Antonio Machado: Poesías completas. Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1998.

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Naturaleza y riqueza en la isla del tesoro

Nos relata el escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) en su célebre novela La isla del tesoro las aventuras que vivieron Jim Hawkins y los dos bandos de la tripulación del buque La Española en su viaje a una isla donde se esconde un cofre con setecientas mil libras en oro.

En tierra firme aquellos buscadores de oro, siguiendo las pocas indicaciones del mapa que poseían, atravesaron bosques de pinos de diversas alturas. Su objetivo era dar con la pista de los tres “árboles elevados” localizados en el declive de la montaña de El Vigía que preside la isla.

En aquel lugar la contemplación de la belleza de la naturaleza quedaba ensombrecida por el resplandor de la ansiada riqueza. Como nos sugiere Stevenson en el siguiente pasaje, la codicia puede terminar por cegar el alma de los seres humanos:

“Llegamos al primero de los grandes árboles, pero tomada la dirección con la brújula resultó no ser aquel el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba como a unos doscientos pies sobre la cima de un boscaje de arbustos. Era este un verdadero gigante de los bosques con una columna recta y majestuosa como los pilares de una basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuya sombra podría muy bien haber maniobrado una compañía de soldados. Tanto desde el este como desde el oeste podía distinguirse muy bien en el mar aquel coloso y habérsele marcado en el mapa, como una señal marítima.

Pero no era por cierto su corpulencia imponente lo que impresionaba a mis compañeros, sino la seguridad de que nada menos que setecientas mil libras en oro yacían sepultadas en un punto cualquiera bajo el círculo extenso de su sombra. La idea de las riquezas que les aguardaban concluyó por dar al traste con todos sus terrores precedentes en cuanto que se acercaban al sitio codiciado. Sus ojos lanzaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expeditos; su alma entera estaba absorta en la expectativa de aquella riqueza fabulosa que había de asegurarles para toda la vida una no interrumpida serie de extravagancias y placeres sin límites, cuyas imágenes danzaban tumultuosamente en sus imaginaciones”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

El mar, una cita con Robert Louis Stevenson

El escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) es célebre por su inestimable obra literaria, entre la que se encuentra La isla del tesoro.

Nos relata, Jim Hawkins, el protagonista de esta novela, las aventuras que se suceden en una isla cuya localización geográfica no desvela. También nos transmite, como en el siguiente pasaje, su percepción de un mar que siempre se deja sentir a su alrededor:

“Nunca he visto el mar tranquilo en todo el derredor de la isla del tesoro. El sol puede lanzar desde arriba cuanto calor le sea posible; puede muy bien la atmósfera estar sin una sola ráfaga de viento, y la superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto no impedirá jamás que aquellas grandes moles de agua espumante rueden a lo largo de toda la costa tronando siempre, tronando de día y de noche, de tal suerte que apenas habrá lugar alguno en la isla entera en donde se pueda uno liberar de oír aquel rumor eterno”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

La cigüeña en el verso de Rafael Alberti

El poeta español Rafael Alberti (1902-1999) dedicó con Nana de la cigüeña, perteneciente a su conocida obra Marinero en tierra, unos versos a esta ave.

En solo dos estrofas Alberti nos transmite su sensibilidad hacia el sencillo canto (el crotoreo) de las cigüeñas, que aún podemos encontrar en lo alto de los campanarios.

Que no me digan a mí
que el canto de la cigüeña
no es bueno para dormir.

Si la cigüeña canta
arriba en el campanario,
que no me digan a mi
que no es del cielo su canto.

Para leer más:

Rafael Alberti: Marinero en tierra. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1985.

El amor al mar, en el verso de Rafael Alberti

El poeta andaluz Rafael Alberti (1902-1999) nos dejó en Marinero en tierra un profundo sentimiento de amor al mar, esa mar de la Bahía de Cádiz que lo vio nacer.

Traemos hasta aquí dos poemas de su conocida obra publicada en 1924.

EL MAR. LA MAR

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste
acá?
GIMIENDO POR VER EL MAR

Gimiendo por ver el mar,
un marinerito en tierra
iza al aire este lamento:

¡Ay mi blusa marinera!
Siempre me la inflaba el viento
al divisar la escollera.

Para leer más:

Rafael Alberti: Marinero en tierra. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1985.

Las retamas, en el verso de Alonso Quesada

Cuando el dolor se instala en el alma la naturaleza puede aliviarlo.

Este pensamiento nos lo transmite el escritor canario Alonso Quesada (1886-1925) en un poema de su obra Los caminos dispersos.

El poeta, sumido en una nostalgia asolada, descubre cómo su ánimo pudo haber sido distinto si su conciencia hubiese captado todas las bondades de las retamas que aquella mañana primaveral se encontró en el camino.

¿El hogar laborado tiene un valor seguro?
Yo tengo ahora una perspectiva
de hogar en esta pura mañana.
Pero como mi palabra es casi muda
y cada vez más lejana,
seguirá el camino
sin la mano necesaria.

¡Ah, si hubiera puesto en mi conciencia
alguna vez el olor y la alegría
de estas maravillosas retamas
y no el viento arenoso
de una complicación disparatada!
¿Pues qué soy yo sino barro frágil,
y qué es mi cuerpo sino orza de barro
con miel de sueño en las entrañas...?

Para leer más:

Alonso Quesada: Poesía. Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2013.

La importancia de los árboles, en el verso de Rafael Alberti

El poeta español Rafael Alberti (1902-1999) nos dejó en ¡A volar!, poema incluido en su célebre obra Marinero en tierra, un sentido canto por la conservación de la naturaleza.

Con estos versos Alberti nos exhorta a no deforestar. La mano del hombre, presta a talar árboles, alcanza a romper el equilibrio ecológico que se establece entre los pinos y las aves que cobijan.

LEÑADOR,
no tales el pino
que un hogar
hay dormido
en su copa.

-Señora abubilla,
señor gorrión,
hermana mía calandria,
sobrina del ruiseñor;
ave sin cola,
martín-pescador,
parado y triste alcaraván:

¡a volar,
pajaritos,
al mar!

Para leer más:

Rafael Alberti: Marinero en tierra. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1985.

Una cita con los gorriones de Juan Ramón Jiménez

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Con su célebre obra Platero y yo, el poeta español Juan Ramón Jiménez (1881-1958) nos transmite con su magistral poesía en prosa su sincero amor a la naturaleza. En esta obra parece exhortarnos a reivindicar el poder liberador de “lo natural”. Sus otros seres vivientes pueden darnos lecciones para proseguir con mayor plenitud por la senda de la vida.

Así, el poeta dedica el capítulo LXIII a los gorriones, unos animales que estén donde estén irradian alegría y libertad. Citamos a continuación el siguiente pasaje:

«¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.

¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.

Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal».

Para leer más:

Juan Ramón Jiménez (1917): Platero y yo.

Un día de mayo en la vida de Robin Hood

En Las alegres aventuras de Robin Hood, la célebre obra de Howard Pyle (1853-1911), las hazañas justicieras de los forajidos del bosque de Sherwood también encuentran momentos de disfrute de la naturaleza.

La primavera de las tierras de la vieja Inglaterra de Nottinghamshire invita a gozar de la paz que transmite la naturaleza, a través del aroma de las plantas, la sombra de los árboles o el sonido melodioso del agua.

Era un día del florido mes de mayo cuando, tras una larga marcha, Robin Hood y sus compañeros, el Pequeño John y Arthur de Bland, hicieron un alto en el camino para saciar la sed. Así nos describe Howard Pyle cómo era aquel apacible lugar:

«Tras haber recorrido cierta distancia bajo el sol implacable y tragando polvo, Robin empezó a sentir sed; sabiendo que detrás del seto había una fuente de agua fresca como el hielo, saltaron la empalizada y llegaron al manantial, cuyas aguas burbujeantes brotaban bajo una piedra. Arrodillándose y formando copas con las manos bebieron hasta saciarse y después, pareciéndoles que el lugar invitaba al descanso, se tumbaron a la sombra para reposar un rato.

Frente a ellos, al otro lado del seto, el polvoriento camino se extendía a través de la llanura; tras ellos se extendían praderas y campos de trigo verde que maduraba al sol; y sobre sus cabezas se extendía la fresca sombra de las ramas de un haya. A sus narices llegaba la agradable fragancia de las violetas y el tomillo, que crecían aprovechando la humedad de la fuente; y a sus oídos, el melodioso borboteo del agua; todo lo demás era sol y silencio, roto tan solo de vez en cuando por el lejano canto de un gallo que llegaba en alas de la brisa, o por el hipnótico zumbido de los abejorros que revoloteaban entre las flores de trébol, o por la voz de una mujer, procedente de una granja cercana. Todo era tan apacible, tan repleto de los encantos del florido mes de mayo, que durante un largo rato ninguno de los tres pronunció palabra, quedándose tendidos de espaldas, mirando el cielo a través de las hojas de los árboles, agitadas por la brisa”.

Para leer más:

Howard Pyle: Las alegres aventuras de Robin Hood. Editorial Salvat, Barcelona, 2021.

La naturaleza y la vida: una cita con Robin Hood

En Las alegres aventuras de Robin Hood, la célebre obra de Howard Pyle (1853-1911), el bosque de Sherward es el hábitat natural del célebre protagonista y su banda de forajidos. Allí se encontraban a salvo de las manos del sheriff, que trataba de capturarlos en respuesta a sus hazañas justicieras contra los ricos explotadores de Nottinghamshire. Al mismo tiempo, viviendo en medio de la foresta, Robin Hood y sus compañeros conseguían hacer de Sherward un lugar apacible donde disfrutar de las bondades de la naturaleza.

Pero, atravesando los límites del bosque, la mirada de Robin también era capaz de percibir la belleza de las tierras circundantes.

“Tuvieron que caminar largo rato hasta salir de Sherwood y llegar al valle del río Rother. El panorama allí era diferente del que se veía en el bosque; setos, extensos campos de cebada, tierras de pastos que ascendían hasta unirse con el cielo, y todo salpicado de rebaños de ovejas blancas, henares que despedían el olor penetrante del heno recién segado, amontonado en ringleras sobre las que volaban los vencejos en rápidas pasadas; visiones muy diferentes de la frondosa espesura de los bosques, pero igualmente bellas. Robin guiaba a su banda, caminando alegremente con el pecho hinchado y la cabeza erguida, aspirando el aroma de la brisa que llegaba desde los henares.

-Verdaderamente -dijo-, el mundo es muy hermoso, tanto aquí como en el bosque. ¿Quién dijo que era un valle de lágrimas? A mi entender, son las tinieblas de nuestra mente las que hacen sombrío el mundo”.

Para leer más:

Howard Pyle: Las alegres aventuras de Robin Hood. Editorial Salvat, Barcelona, 2021.