
Cuando la falta de recursos se impone, la naturaleza y la imaginación humana pueden darnos la respuesta. Eso es lo que le ocurre al niño Jacques, el protagonista de El primer hombre, la novela póstuma de Albert Camus (1913-1960).
Siendo chiquillos sumidos en la pobreza de un humilde barrio de la ciudad de Argel, no poseen sofisticados juguetes con los que satisfacer sus innatos deseos de esparcimiento. En su lugar, el viento y la naturaleza se convierten en un gran aliado para idear unos juegos infantiles que les recompensan con unas vivencias que permanecerán indelebles en sus memorias.
«Esos días los niños corrían hacia las primeras palmeras, al pie de las cuales había siempre largas palmas secas. Raspaban la base para eliminar las púas y poder sujetarlas con las dos manos. Después, arrastrando las palmas, corrían hacia la terraza, el viento soplaba con rabia, silbando en los grandes eucaliptos, que agitaban enloquecidos sus ramas más altas, despeinando las palmeras, rozando con ruido de papel las anchas hojas barnizadas de los cauchos. Había que subir a la terraza, izar las palmas y dar la espalda al viento. Los niños asían entonces las palmas secas y crujientes con las dos manos, protegiéndolas en parte con sus cuerpos, y se volvían bruscamente. De un solo golpe la palma se adhería a ellos, respiraban su olor de polvo y de paja. El juego consistía entonces en avanzar contra el viento, levantando la palma cada vez más. El vencedor era el que podía llegar primero al extremo de la terraza sin que el viento le arrancase la palma de las manos, permanecer de pie enarbolándola al final de los brazos, con todo el peso apoyado en una pierna adelantada, y luchar victoriosamente y durante el mayor tiempo posible contra la fuerza rabiosa del viento. Allí, erguido, dominando aquel parque y aquella meseta bullente de árboles, bajo el cielo surcado a toda velocidad por enormes nubes, Jacques sentía que el viento venido de los confines del país bajaba a lo largo de la palma y de sus brazos para llenarlo de una fuerza y una exultación que le hacía lanzar largos gritos sin parar, hasta que, con los brazos y los hombros rotos por el esfuerzo, abandonaba por fin la palma, que la tempestad se llevaba de golpe junto con sus gritos. Y por la noche, en su cama, deshecho de cansancio, en el silencio del cuarto donde su madre dormía con un sueño ligero, seguía oyendo aullar el tumulto y el furor del viento, que amaría toda su vida”.
Para leer más:
Albert Camus: El primer hombre. Tusquets Editores, Barcelona, 2019.