El dinero y el bosque: una cita con León Tolstói

El desarrollo perdurable de una sociedad requiere que se aferre a unos sólidos valores humanos. El afán desmedido de poseer dinero y atesorar riquezas es un camino sin salida que la evidencia nos ha demostrado que a la postre sólo conduce al deterioro de la convivencia y a la degradación de la naturaleza.

El célebre escritor ruso León Tolstói (1828-1910) nos legó el cuento El amo y el sirviente que, publicado en 1895, ha sobrevivido al tiempo descubriéndonos aspectos de la mentalidad del hombre moderno que siguen estando muy vigentes.

El punto de partida que mueve la trama de este relato clásico no es otro que la codicia que domina el comportamiento de uno de sus protagonistas, el comerciante Basilio Andreievich. Su mayor objetivo vital es ganar mucho dinero. Por eso emprende un precipitado viaje, al que arrastra a su sirviente Nikita, para ir a comprar en la finca vecina un bosquecito a un precio muy ventajoso.

No tenía deseos de dormir. Estaba acostado y meditaba: pensaba siempre en lo mismo, en lo que representaba el único fin, sentido, alegría y orgullo de su existencia; en cuánto dinero había ganado y cuándo podría aún ganar; cuánto habrían ganado otras personas que conocía y cuánto tendrían; de qué modo lo habían ganado y de qué modo él mismo, al igual que aquellas, podría todavía ganar. La compra del bosquecito Gorachkinsky era para él un asunto de mucha importancia. Esperaba ganar en este asunto quizá diez mil rublos. Y empezó mentalmente a calcular el valor del bosquecito contando cada árbol en la extensión de dos hectáreas.

‘El roble será para los palos de los trineos, el maderaje se venderá por sí solo. Y la leña de treinta sallens cabe en una hectárea’, se decía a sí mismo. ‘De cada hectárea, en el peor de los casos, me quedarán doscientos sallens, cincuenta y seis hectáreas, cincuenta y seis centenas, cincuenta y seis décimas y cincuenta y seis quintas…’

Para leer más:

Chéjov, Dostoievski, Gógol, Gorki, Korolenko, Pushkin, Tolstói: Cuentos rusos clásicos. Ediciones Akal, Madrid, 2023.

Los tesoros de la naturaleza: una cita con José Saramago

Con su obra Viaje a Portugal el escritor portugués José Saramago (1922-2010) nos ofrece una crónica personal de sus impresiones sobre el patrimonio artístico que descubre, o redescubre, al visitar los diversos pueblos y ciudades del país lusitano.

Pero la mirada de Saramago no se limita exclusivamente a la belleza artística o arquitectónica. El autor al llegar a Vila Real nos invita a apreciar con humildad otro tipo de tesoros, los que nos ofrece la naturaleza.

“Vuelve el viajero a Vila Real, y, ahora, sí, cumplirá el ritual. Lo primero será Mateus, el palacio del mayorazgo. Antes de entrar, hay que pasear por este jardín sin ninguna prisa. Por muchos y valiosos que sean los tesoros de dentro, soberbios seríamos si despreciáramos los de fuera, estos árboles que del espectro solar sólo han descuidado el azul, que lo dejan para uso del cielo; aquí están todos los matices del verde, del amarillo, del rojo, del castaño, rozando incluso las franjas del violeta. Son las artes del otoño, este frescor bajo los pies, esta maravillosa alegría de los ojos, y los lagos que la reflejan y multiplican. De repente, el viajero cree haber caído dentro de un caleidoscopio, viajero en el País de las Maravillas”.

Para leer más:

José Saramago: Viaje a Portugal. Unidad Editorial, Madrid, 1999.

La belleza de los árboles: una cita con José Saramago

En su obra Viaje a Portugal el escritor portugués José Saramago (1922-2010) nos invita a recorrer los diversos pueblos y ciudades del país lusitano para que descubramos, principalmente, toda la belleza de su patrimonio artístico.

Pero tampoco se olvida de que Portugal también atesora belleza en sus ecosistemas naturales. La mirada de Saramago queda atrapada en la armonía que desprenden los árboles, como cuando escribe el siguiente pasaje:

“Bello es siempre el verano, sin duda, con su sol, su playa, su parra de sombra, su refresco, pero qué dirá de este camino entre bosques donde la bruma se deshilacha o adensa, a veces ocultando el horizonte próximo, otras veces desgarrándose hacia un valle que parece no tener fin. Los árboles tienen todos los colores. Si alguno falta, o casi se esconde, es precisamente el verde, y, cuando aún se mantiene, está ya degradándose, adoptando el primer tono del amarillo, que comenzará por ser vivo en algunos casos, después surgen los matices terrosos, el castaño pálido, luego oscuro, a veces de un color de sangre viva o cuajada. Estos colores están en los árboles, cubren el suelo, son kilómetros gloriosos que al viajero le gustaría recorrer a pie…”.

Para leer más:

José Saramago: Viaje a Portugal. Unidad Editorial, Madrid, 1999.

La selva, en el verso de José Martí

La selva no es solamente ese espacio natural de rica biodiversidad que desempeña un papel esencial en el equilibrio ecológico del planeta. También es capaz de transmitir belleza e inspirar a los creadores de las artes.

En el campo de las letras, uno de esos creadores fue el poeta cubano José Martí (1853-1895), precursor del modernismo literario hispanoamericano, cuya obra lírica incluye un poema que intituló «La selva es honda…». Con estos versos Martí nos devuelve toda la hondura de la selva que percibió tanto físicamente, con sus árboles de largas raíces y plantas trepadoras, como sensorialmente, a la par que la humaniza para hacérnosla más cercana.

La selva es honda. Corpulenta flora,
Como densa muralla, el aire fresco
Con sus perfumes penetrantes carga,−
Y el tronco gris, y el ramo verde vierten
Guirnaldas de moradas hipomeas.
Lamiendo el tronco,
Luengas raíces, de la azul laguna
Las anchas ondas perezosas besan,
Como mujer que, en ademán de ensueño,
Los senos recios adelante echando
Los brazos tiende al amador tardío.
Las verdes hojas prometiendo amores,
Murmuran; y en las ondas se reflejan,
Como los vivos que en la tierra corren
La dicha viendo, sin hallarla nunca,
Y las raíces, de su tronco esclavas,
Como el espíritu carnal arreo,
Con desperado aliento se sacuden;
Y, como el alma en los espacios mueve
Un ala, en tanto que en el tronco gime
El ala esposa, gemidora esclava,−
Al árbol alto reciamente juntos
Los blandos hilos en las ondas flotan.

Para leer más:

José Martí: Poesía completa. Alianza editorial, Madrid, 2013.

Naturaleza y riqueza en la isla del tesoro

Nos relata el escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) en su célebre novela La isla del tesoro las aventuras que vivieron Jim Hawkins y los dos bandos de la tripulación del buque La Española en su viaje a una isla donde se esconde un cofre con setecientas mil libras en oro.

En tierra firme aquellos buscadores de oro, siguiendo las pocas indicaciones del mapa que poseían, atravesaron bosques de pinos de diversas alturas. Su objetivo era dar con la pista de los tres “árboles elevados” localizados en el declive de la montaña de El Vigía que preside la isla.

En aquel lugar la contemplación de la belleza de la naturaleza quedaba ensombrecida por el resplandor de la ansiada riqueza. Como nos sugiere Stevenson en el siguiente pasaje, la codicia puede terminar por cegar el alma de los seres humanos:

“Llegamos al primero de los grandes árboles, pero tomada la dirección con la brújula resultó no ser aquel el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba como a unos doscientos pies sobre la cima de un boscaje de arbustos. Era este un verdadero gigante de los bosques con una columna recta y majestuosa como los pilares de una basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuya sombra podría muy bien haber maniobrado una compañía de soldados. Tanto desde el este como desde el oeste podía distinguirse muy bien en el mar aquel coloso y habérsele marcado en el mapa, como una señal marítima.

Pero no era por cierto su corpulencia imponente lo que impresionaba a mis compañeros, sino la seguridad de que nada menos que setecientas mil libras en oro yacían sepultadas en un punto cualquiera bajo el círculo extenso de su sombra. La idea de las riquezas que les aguardaban concluyó por dar al traste con todos sus terrores precedentes en cuanto que se acercaban al sitio codiciado. Sus ojos lanzaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expeditos; su alma entera estaba absorta en la expectativa de aquella riqueza fabulosa que había de asegurarles para toda la vida una no interrumpida serie de extravagancias y placeres sin límites, cuyas imágenes danzaban tumultuosamente en sus imaginaciones”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

La casa de la diosa Calipso, en palabras de Homero

Durante el largo viaje de regreso a su patria, la anhelada Ítaca, Ulises se ve arrastrado por los dioses hasta la isla de Ogigia. Aquí vive “la artera Calipso nacida de Atlante, la de hermosos cabellos, terrible deidad”, que lo retuvo en su casa durante siete años persuadiéndolo infructuosamente con la inmortalidad y la eterna juventud.

Con las siguientes palabras describe Homero en la Odisea la casa de la diosa Calipso que conoció Ulises en aquella bella isla:

“A la isla remota llegó finalmente y en ella tomó tierra dejando las aguas violáceas; derecho caminó hacia la cueva espaciosa, mansión de la ninfa de trenzados cabellos. Allí estaba ella, un gran fuego alumbraba el hogar, el olor del alerce y del cedro de buen corte, al arder, aromada dejaban la isla a lo lejos. Cantaba ella dentro con voz melodiosa y tejía aplicada al telar con un rayo de oro. A la cueva servía de cercado un frondoso boscaje de fragantes cipreses, alisos y chopos, en donde tenían puesto su nido unas aves de rápidas alas, alcotanes y búhos, chillonas cornejas marinas de la raza que vive del mar trajinando en las olas.

En el mismo recinto y en torno a la cóncava gruta extendíase una viña lozana, florida de gajos. Cuatro fuentes en fila, cercanas las cuatro en sus brotes, despedían a lados distintos la luz de sus chorros; delicado jardín de violetas y apios brotaba en su torno: hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio quedaría suspenso a su vista gozando en su pecho.”

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Cuando Ulises se refugió en la selva

El mítico personaje de Ulises, el rico en ingenios, el de heroica paciencia, descrito por Homero en La Odisea, en su largo viaje de vuelta a Ítaca pasa por la isla de Ogigia. Allí es retenido durante siete años por la diosa Calipso hasta que es liberado y consigue reemprender rumbo oceánico.

Tras dieciocho jornadas de travesía errante Ulises es finalmente arrastrado por la furiosa mar hasta la costa de las tierras de los feacios. Con las fuerzas debilitadas a causa del cansancio y el frío decide que su mejor refugio será la naturaleza arbórea. En el bosque encontrará la hojarasca que le dará cobijo para contraer un profundísimo sueño aquella noche divina.

“Meditando entre sí discurrió que mejor le estaría refugiarse en la selva: mostrábase cerca del agua bien visible en la altura. Entró él en mitad de las frondas de dos tallos brotados del mismo lugar, que era el uno de acebuche y el otro de olivo; jamás las pasaban el furor de los húmedos vientos ni el sol con sus rayos ni las aguas de lluvia; en tal trabazón abrazados se mostraban los dos. Entre ellos metiéndose Ulises y hacinando el follaje, dispúsose un lecho espacioso, que eran muchas las hojas allí derramadas, bastantes a abrigar a dos hombres o tres de la dura intemperie por muy recio que fuese el hostigo del tiempo. Gozose de mirarlas Ulises divino, el de heroica paciencia, acostose en mitad y cubriose de espesa hojarasca.

Como un hombre en remota heredad, sin vecinos en torno, escondiendo un tizón en los negros rescoldos, reserva la simiente del fuego y excusa el pedirlo a otra parte, tal allí se cubrió con las hojas Ulises; y Atena en sus ojos el sueño vertió, que los párpados luego le cerrase y calmara sin más su penosa fatiga”.

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

La importancia de los árboles, en el verso de Rafael Alberti

El poeta español Rafael Alberti (1902-1999) nos dejó en ¡A volar!, poema incluido en su célebre obra Marinero en tierra, un sentido canto por la conservación de la naturaleza.

Con estos versos Alberti nos exhorta a no deforestar. La mano del hombre, presta a talar árboles, alcanza a romper el equilibrio ecológico que se establece entre los pinos y las aves que cobijan.

LEÑADOR,
no tales el pino
que un hogar
hay dormido
en su copa.

-Señora abubilla,
señor gorrión,
hermana mía calandria,
sobrina del ruiseñor;
ave sin cola,
martín-pescador,
parado y triste alcaraván:

¡a volar,
pajaritos,
al mar!

Para leer más:

Rafael Alberti: Marinero en tierra. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1985.

Una cita con Cairasco de Figueroa: la vida de Doramas en el bosque

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En la isla de Gran Canaria (Canarias) existió un gran bosque de laurisilva, cuya frondosa vegetación reunía gran diversidad de plantas (til, laurel, sabina, palo blanco, mocán, brezal, cerraja, poleo, salvia…)

Con la conquista de la isla en el siglo XV esta selva primigenia sufrió la continuada intervención del hombre a través de repartimientos de tierras entre propietarios privados que transformaron este valioso bien público en suelo para la explotación agraria y forestal.

Hoy, cinco siglos después, nos quedan solo pequeños vestigios de aquel emblemático bosque, y también admirables textos de escritores como los de Bartolomé Cairasco de Figueroa (1538-1610) que permiten rememorar un pasado natural malogrado.

Cairasco de Figueroa, considerado uno de los fundadores de la literatura de Canarias, escribió Comedia del recibimiento, obra de teatro en la que el autor escoge como protagonista al célebre Doramas, el gran guanarteme aborigen que hizo frente a los conquistadores y habitó en aquel exuberante bosque que recibiría su nombre.

Traemos hasta aquí el siguiente fragmento de la clásica obra de Bartolomé Cairasco de Figueroa perteneciente a la escena tercera:

"Yo soy aquel Doramas tan famoso
que en cuanto el sol rodea y el mar baña
he dilatado el nombre generoso
que aún vive entre umbrífera montaña.
En ella tuve ya dulce reposo,
albergue ameno, próspera cabaña,
gozando de sus frutas y arboleda
sin temor de Fortuna y de su rueda.
Aquí la excelsa palma a pocos dada,
el recio barbusano, el til derecho,
verde laurel, sabina colorada,
el palo blanco a tantos de provecho,
la madreselva yedra enamorada,
la gilbarbera, el húmedo helecho
sirvieron a mi frente de corona
por el honor debido a mi persona.
Aquí, cansado de correr la tierra,
ganando mil victorias cada día,
templaba el duro estilo de la guerra
con una natural filosofía;
y en un profundo valle y alta sierra
gozaba del murmurio y armonía
de claras fuentes y parleras aves,
unas en tono agudo y otras graves".

Para leer más:

Bartolomé Cairasco de Figueroa: Comedia del recibimiento. Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2017.

Una cita con Sabino Berthelot y los montes canarios

El ilustre naturalista francés Sabino Berthelot (1794-1880) fue un apasionado estudioso de la naturaleza de las Islas Canarias, a la que dedicó buena parte de su vida. Como botánico y buen observador nos dejó escritas no solo unas rigurosas descripciones de la riqueza vegetal de este archipiélago atlántico sino también unos textos llenos de sensibilidad literaria con los que llegamos a percibir de forma vívida el amor a unos bosques para los que reclamaba su imprescindible protección.

El siguiente pasaje, extraído de su obra Árboles y bosques, nos invita a adentrarnos en esa foresta única que atesoran los montes canarios:

“Por sus caracteres propios, los montes canarios, compuestos de árboles siempre verdes, no tienen casi nada de común con los de nuestros climas de Europa; ellos revisten los declives de las montañas y los precipicios de los grandes barrancos que los atraviesan hasta una elevación media. Cuando se llega a esta región nemoral se experimenta un sentimiento de bienestar y de admiración indecible; la espesura del ramaje en algunos sitios no serviría de obstáculo al deseo de verlo todo y de procurarse nuevos goces. Se vaga largo tiempo bajo estos macizos de follaje y entre esas tribus de árboles y de plantas que se oprimen y se confunden. Los musgos revisten los troncos y las ramas a la manera de un forro de terciopelo; el aspecto de los helechos que cubren el suelo, sus variadas formas, el precioso desarrollo de sus frondas, todo os sorprende y os encanta; pero cuando al llegar a la orilla del monte se sale de debajo de estas grandes arboledas y se descubre súbitamente al resplandor del sol los valles de la costa, el mar y su bello horizonte, no hay cuadro que pueda representar un golpe de vista semejante”.

Para leer más:

Berthelot, S.: Árboles y bosques. Ed. José A. Delgado Luis, La Orotava, 1995.