Franz Kafka y la parábola del río

 

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Con el cuento de 1919, La edificación de la Muralla China, el escritor checo Franz Kafka (1883-1924) nos legó una parábola literaria inspirada en la naturaleza, que transmite una particular forma de afrontar las decisiones, a veces incomprensibles o inadecuadas, que toman los gobiernos.

Corrían los tiempos de la construcción de la Muralla China. Un lejano Emperador en su remoto despacho toma la decisión de que la Gran Muralla se llevase a cabo siguiendo un sistema de construcción parcial, es decir, que fuese construida en tramos de 500 metros de largo, discontinuos, por cuadrillas de 20 personas. Con ello se conseguía evitar el agotamiento y abandono de los trabajadores. Pero, como es evidente, una muralla que no es continua pierde toda su virtualidad defensiva.

Lo cierto es que en aquella época imperial existía en aquel país asiático una máxima secreta que se resumía en los siguientes términos: Trata de comprender con todas tus fuerzas las órdenes de la Dirección, pero sólo hasta cierto punto; luego, deja de meditar.

Dicha máxima se desarrolló en forma de parábola, que logró mucha difusión por todo el Imperio:

«Te acontecerá lo que al río en la primavera. El río crece, se hace más caudaloso, alimenta la tierra de sus riberas y guarda su propio carácter hasta penetrar en el mar que lo recibe hospitalariamente por eso. Trata de comprender hasta ese punto las órdenes de la Dirección. Pero otras veces el río anega sus riberas, pierde su forma, demora su curso, ensaya contra su destino la formación de pequeños mares tierra adentro, perjudica los campos, y, sin embargo, no puede mantener esa latitud, y acaba por volver a sus riberas y por secarse miserablemente cuando llega el verano. No quieras penetrar demasiado las órdenes de la Dirección».

Para leer más:

Franz Kafka: La edificación de la Muralla China. Editorial Losada, Buenos Aires, 2004.

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El cuento del niño y la flor que escribiría José Saramago

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El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 2010, publicó entre 1969 y 1972 en el diario A Capital y el semanario Journal do Fundao una serie de crónicas donde plasma muchas de sus experiencias, opiniones y sentimientos, también sobre la Naturaleza.

Una de esas crónicas es «Historia para niños» en la que Saramago se pregunta por qué no escribir un día una bella y sencilla historia para niños que por su moraleja ayude a la madurez del ser humano.

«En la historia que yo escribiría habría una aldea. No teman, sin embargo, quienes fuera de las ciudades no conciben historias, ni siquiera infantiles: mi héroe niño tiene sus aventuras aplazadas fuera de la tierra sosegada donde viven sus padres, supongo que una hermana, tal vez lo que quede de abuelos, y una confusa parentela de la que ya no hay noticia. Luego en la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y , de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego por él abajo, en aquel brincar alegre y vago que el tiempo amplio, largo y profundo, nos permitió a todos en la infancia. En un momento determinado, el niño llega al límite de tierras hasta donde se aventura solo. Desde allí en adelante empieza el planeta Marte, efecto literario del que no cabe a él responsabilidad, pero que el autor se toma libremente para componer la frase. Desde allí en adelante, para nuestro chiquillo, será sólo una pregunta sin literatura: ‘¿Voy, o no voy?’ Y fue.

El río trazaba un desvío grande, se alejaba, y del río él estaba ya un poco harto porque llevaba viéndolo desde que nació. Resolvió, pues, atajar por los campos, entre extensos olivares, bordeando misteriosos setos cubiertos de campanillas blancas; y otras veces, metiéndose por el bosque de fresnos altos donde había claros apacibles sin rastro de gente o animales, en los que reinaba un silencio que se oía, un calor vegetal, un olor a tallo recién sangrado como una vena blanca y verde. ¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo… iban los árboles espaciándose cada vez más, y ahora había un erial de matorrales secos y ralos y, en medio, una insólita colina redonda como una olla boca abajo.

Decidió el chiquillo tirar cuesta arriba, y cuando llegó a lo alto, ¿qué vio? Nada especial, ni palacios encantados, ni las tablas del destino, sólo una flor. Pero tan caída, tan marchita, que el niño se acercó, muy cansado. Y, como era un niño de cuento, decidió que tenía que salvar la flor. ¿Pero dónde está el agua? Allí, en lo alto, ni gota. Abajo, sólo el río, y éste muy lejos. Es igual. Baja el niño la montaña, atraviesa el mundo entero, llega al gran río Nilo; en el hueco de la mano en cuenco, recoge cuanta agua allí le cabe; vuelve a atravesar el mundo, se arrastra por la pendiente… Tres gotas allá a lo alto llegaron: las bebió la flor sedienta. Veinte veces de aquí para allá, cien mil viajes a la luna, la sangre en los pies descalzos; pero la flor, erguida ya, daba su aroma al aire y, como si fuera un roble, presta su sombra al suelo.

El niño se quedó dormido bajo la flor. Pasaron las horas y los padres, como es costumbre en estos casos, empezaron a afligirse mucho. Salió toda la familia y, con ella, los vecinos en busca del niño perdido. Pero no lo hallaron. Ya en lágrimas antas, lo recorrieron todo; y cuando caía el sol, alzaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme de la que nadie recordaba su presencia. Hacia allá fueron todos a la carrera, subieron colina arriba y dieron con el niño dormido. Sobre él, resguardándolo del frescor de la tarde, había un gran pétalo perfumado con todos los colores del arco iris.

Llevaron al niño a casa, rodeado de respeto y admiración, como si de una obra de milagro se tratara. Cuando, luego, pasaba por las calles, la gente decía que había salido de la aldea para ir a hacer algo grande, mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y ésta es la moraleja de la historia».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «Historia para niños».

José Saramago (2001): La flor más grande del mundo.