José Saramago: una cita con el mundo y la palabra

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En la obra El cuaderno del año del Nobel, el escritor José Saramago (1922-2010) nos descubre con unas pocas líneas un mundo, el nuestro, donde habitan los valores de la naturaleza pero también la magia de las palabras.

«No es verdad que todo el mundo ya esté descubierto. El mundo no es solo la geografía con sus valles y montañas, sus ríos y lagos, sus llanuras, los grandes mares, las ciudades y las calles, los desiertos que ven pasar el tiempo, el tiempo que nos ve pasar a todos. El mundo es también las voces humanas, ese milagro de la palabra que se repite todos los días, como una corona de sonidos viajando en el espacio».

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, Madrid, 2018.

 

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José Saramago y la importancia del paisaje

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En la obra El cuaderno del año del Nobel, el escritor José Saramago (1922-2010) nos revela en primera persona cómo el lugar donde nacemos y crecemos llega a ser determinante en la formación del espíritu del ser humano.

«Nací y fui criado en una aldea ubicada a la orilla de dos ríos. Al que está más cerca, un modesto curso de agua que lleva el enigmático y altisonante nombre de Almonda, se llega, prácticamente, solo con bajar el escalón de la puerta de las casas ribereñas. El otro, con caudal aventajado e historias más aventureras, se llama Tajo, y pasa, casi siempre plácido, a veces violento, a menos de un kilómetro de distancia. Durante años, de un modo que casi diría orgánico, el concepto de belleza paisajística estuvo asociado en mi espíritu a la imagen de mantos movedizos de agua, de pequeños y lentos barcos a remo o vara entre limos cañas, de frescas orillas donde se alineaban fresnos, chopos y sauces, de vastas campiñas que las crecidas del invierno inundaban y fertilizaban. A la imagen, también, de los callados y misteriosos olivares que rodeaban la aldea por el otro lado, enmarcada entre la vegetación exuberante nutrida por los dos ríos y la suave monotonía de verde, ceniza y plata que, como ondulante océano, igualaba la copa de los olivos. Fue este el mundo en el que, niño, y después adolescente, me inicié en la más humana y formativa de todas las artes: la de la contemplación. Sabía, como todo el mundo, que en otros lugares del planeta había montañas y desiertos, selvas y sabanas, bosques y tundras; observaba y guardaba en la memoria las imágenes que me enseñaban los libros de esos sitios para mí inalcanzables, pero la realidad sobrenatural de mi mundo de entonces, esa que los ojos despiertos, las manos desnudas y los pies descalzos no necesitan aprehender objetivamente porque la iban captando de continuo a través de una cadena infinita de impresiones sensoriales, se consustanciaba, a fin de cuentas, en un banal paisaje campestre donde, como en cualquier otro lugar donde haya nacido y crecido un ser humano, sencillamente se estaba formando un espíritu».

Y, como expresa, más adelante:

«Creo, sinceramente, que sería una persona diferente de aquella en que me he convertido si hubiesen sido otros los paisajes a través de los cuales se me presentó por primera vez el mundo. En la linfa de la sangre y no solo en la memoria, llevo dentro de mí los ríos y los olivares de la infancia y la adolescencia, las imágenes de un tiempo mítico tejido de asombros y contemplaciones, poco a poco, en el curso del propio proceso de su edificación, el espíritu se ha ido conociendo y reconociendo a sí mismo».

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, Madrid, 2018.

José Saramago: una cita con la belleza volcánica de Timanfaya

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El novelista José Saramago (1922-2010) escribió su sexto diario personal en 1998, que permanecería inédito durante veinte años hasta que, finalmente, pudo ver la luz bajo el título de El cuaderno del año del Nobel.

Tras uno de sus viajes a Portugal, Saramago regresa a la isla canaria de Lanzarote (España), donde reside. Allí, el día 28 de abril de 1998 su hábil pluma le dedica unas memorables líneas al paisaje volcánico del Parque Nacional de Timanfaya, que tanta huella dejó en su espíritu.

«No me imaginaba que la más profunda emoción estética de mi vida, aquel inolvidable estremecimiento que un día, hace muchos años, me sacudió de la cabeza a los pies cuando me encontré ante la puerta que Miguel Ángel dibujó para la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, no me imaginaba entonces que esa sacudida de todo mi ser repitiera alguna vez, mucho menos ante un paisaje natural, por más bello y dramático que fuese, y por nada admitiría que la impresión que pudiera causarme fuese tan arrebatadora como la que había sentido, en un instante mágico de deslumbramiento, por la virtud de la que desde ese día -no una escultura, no una cúpula, una simple puerta- había pasado a ser, para mí, la obra maestra de Buonarroti. Y, sin embargo, así fue. Cuando mis ojos, atónitos y maravillados, vieron por primera vez Timanfaya; cuando recorrieron y acariciaron el perfil de sus cráteres y la paz casi angustiante de su valle de la Tranquilidad; cuando mis manos tocaron la aspereza de la lava petrificada; cuando desde las alturas de la Montaña Rajada pude entender el esfuerzo demente de los fuegos subterráneos del globo como si los hubiese encendido yo mismo para romper y dilacerar con ellos la piel atormentada de la tierra; cuando vi todo esto, cuando sentí todo esto, creí que debería agradecerle a la suerte, al azar, a la aventura, a ese no sé qué, no sé quién, a esa especie de predestinación que va conduciendo nuestros pasos, el privilegio de haber contemplado en mi vida, no una, sino dos veces, la belleza absoluta».

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, 2018.

El asombro de José Saramago

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José Saramago (1922-2010) escribió su último diario personal en 1998, el año en que fue reconocido con el Premio Nobel de Literatura.

Unas pocas palabras quedaron recogidas en su cuaderno el día 10 de julio; estaban marcadas por el asombro.

«Asombro. El Ayuntamiento de Madrid me propone para el Nobel. En Lanzarote, el taxista que me ha traído del aeropuerto me cuenta que el terreno donde ahora se levanta mi casa había pertenecido a su familia y recordó que cuando tenía diez años labró esta tierra pobre con un camello…»

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, Madrid, 2018.

 

 

Un cita con la luna de José Saramago

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En las noches oscuras de nuestro planeta, la luna, su satélite natural, logra iluminar los rincones de la naturaleza, y ser un motivo de creación para escritores como José Saramago:

«Me desperté cuando me llamó mi tío, con la noche aún encima. Me senté en el comedero y miré la puerta, con los ojos entornados por el sueño y por una luz inesperada. Salté al suelo y salí al corral, envolviendo de una claridad lechosa la noche y el paisaje. Donde daba la luna, todo era blanco y refulgente, todo lo demás quedaba envuelto en una espesa oscuridad. Y yo, que sólo tenía doce años, como ya queda dicho, adiviné que jamás volvería a ver una luna así. Por eso hoy me conmueve poco la luz de la luna: llevo una dentro de mí insuperable».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. (Incluye la crónica Y también aquellos días).

 

El tiempo pétreo de José Saramago

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Ante la difícil pregunta de qué es el tiempo, podríamos descender al interior de la tierra para buscar una respuesta. Allí la encontró José Saramago, entre las excepcionales gotas pétreas que se forman en esas cavernas y grutas ajenas a nuestra vida diaria.

«…una gota de agua se me dibuja en la memoria como una enorme perla suspensa, que, lentamente, va engrosándose; está a punto de caer, pero no cae, mientras la miro fascinado. Me rodea un fantástico amontonamiento de rocas. Estoy en el interior del mundo, cercado de estalactitas, de blancos manteles de piedras, de formaciones calcáreas que tienen apariencia de animales, de cabezas humanas, de secretos órganos del cuerpo, sumergido en una luz que, del verde al amarillo, se degrada de manera infinita.

La gota de agua recibe la luz de un foco lateral; es transparente como el aire, suspensa allí sobre una forma redonda que recuerda un bulbo vegetal. Caerá no sé cuándo desde una altura de seis centímetros y resbalará en la superficie lisa, dejando una infinitesimal película calcárea que hará más leve la próxima caída. Y como nos paramos a mirar la gota de agua, el guarda de Aracena dijo: ‘Dentro de doscientos años, estas dos piedras estarán juntas.’

Es ésta la paciencia del tiempo. En la gruta inmensa, el tiempo está aproximando dos piedras insignificantes y promete de aquí a doscientos años la silenciosa unión de ambas. En la hora en que escribo, avanzada la noche, la caverna está sin duda en una oscuridad profunda. Se oye el gotear de las aguas sueltas sobre los lagos sin peces, mientras, en silencio, la montaña vierte la gota lenta de la promesa.»

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «El tiempo y la paciencia».

 

José Saramago y los árboles cantores

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Vivir la naturaleza es observarla, respirarla, escucharla. Podemos, incluso, preguntarnos si, por ejemplo, los árboles susurran, bailan, cantan. Según José Saramago, sí.

«A lo largo del río, mientras la barca baja la corriente con la rápida ayuda de la pértiga que rechina en la arena o clava lanzazos en el lodo, los pájaros invisibles transforman los árboles en extrañísimos seres cantores».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «El mayor río del mundo».

 

 

 

 

 

El cuento del niño y la flor que escribiría José Saramago

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El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 2010, publicó entre 1969 y 1972 en el diario A Capital y el semanario Journal do Fundao una serie de crónicas donde plasma muchas de sus experiencias, opiniones y sentimientos, también sobre la Naturaleza.

Una de esas crónicas es «Historia para niños» en la que Saramago se pregunta por qué no escribir un día una bella y sencilla historia para niños que por su moraleja ayude a la madurez del ser humano.

«En la historia que yo escribiría habría una aldea. No teman, sin embargo, quienes fuera de las ciudades no conciben historias, ni siquiera infantiles: mi héroe niño tiene sus aventuras aplazadas fuera de la tierra sosegada donde viven sus padres, supongo que una hermana, tal vez lo que quede de abuelos, y una confusa parentela de la que ya no hay noticia. Luego en la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y , de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego por él abajo, en aquel brincar alegre y vago que el tiempo amplio, largo y profundo, nos permitió a todos en la infancia. En un momento determinado, el niño llega al límite de tierras hasta donde se aventura solo. Desde allí en adelante empieza el planeta Marte, efecto literario del que no cabe a él responsabilidad, pero que el autor se toma libremente para componer la frase. Desde allí en adelante, para nuestro chiquillo, será sólo una pregunta sin literatura: ‘¿Voy, o no voy?’ Y fue.

El río trazaba un desvío grande, se alejaba, y del río él estaba ya un poco harto porque llevaba viéndolo desde que nació. Resolvió, pues, atajar por los campos, entre extensos olivares, bordeando misteriosos setos cubiertos de campanillas blancas; y otras veces, metiéndose por el bosque de fresnos altos donde había claros apacibles sin rastro de gente o animales, en los que reinaba un silencio que se oía, un calor vegetal, un olor a tallo recién sangrado como una vena blanca y verde. ¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo… iban los árboles espaciándose cada vez más, y ahora había un erial de matorrales secos y ralos y, en medio, una insólita colina redonda como una olla boca abajo.

Decidió el chiquillo tirar cuesta arriba, y cuando llegó a lo alto, ¿qué vio? Nada especial, ni palacios encantados, ni las tablas del destino, sólo una flor. Pero tan caída, tan marchita, que el niño se acercó, muy cansado. Y, como era un niño de cuento, decidió que tenía que salvar la flor. ¿Pero dónde está el agua? Allí, en lo alto, ni gota. Abajo, sólo el río, y éste muy lejos. Es igual. Baja el niño la montaña, atraviesa el mundo entero, llega al gran río Nilo; en el hueco de la mano en cuenco, recoge cuanta agua allí le cabe; vuelve a atravesar el mundo, se arrastra por la pendiente… Tres gotas allá a lo alto llegaron: las bebió la flor sedienta. Veinte veces de aquí para allá, cien mil viajes a la luna, la sangre en los pies descalzos; pero la flor, erguida ya, daba su aroma al aire y, como si fuera un roble, presta su sombra al suelo.

El niño se quedó dormido bajo la flor. Pasaron las horas y los padres, como es costumbre en estos casos, empezaron a afligirse mucho. Salió toda la familia y, con ella, los vecinos en busca del niño perdido. Pero no lo hallaron. Ya en lágrimas antas, lo recorrieron todo; y cuando caía el sol, alzaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme de la que nadie recordaba su presencia. Hacia allá fueron todos a la carrera, subieron colina arriba y dieron con el niño dormido. Sobre él, resguardándolo del frescor de la tarde, había un gran pétalo perfumado con todos los colores del arco iris.

Llevaron al niño a casa, rodeado de respeto y admiración, como si de una obra de milagro se tratara. Cuando, luego, pasaba por las calles, la gente decía que había salido de la aldea para ir a hacer algo grande, mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y ésta es la moraleja de la historia».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «Historia para niños».

José Saramago (2001): La flor más grande del mundo.