Una cita con Pío Baroja y las fuerzas de la naturaleza

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Andrés Hurtado, el protagonista literario creado por Pío Baroja (1872-1956) en su novela El árbol de la ciencia, se fue a vivir a un pueblo de las afueras de Valencia. Allí pasó días en los que reinaban el aburrimiento y la incertidumbre sobre el futuro, en medio de un lugar aún desconocido.

«En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban círculos caprichosos en el aire, lanzando gritos agudos. Andrés las seguía con la vista. Al anochecer se retiraban. Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con más fuerza y aparecía Júpiter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y soñoliento…

Andrés bajaba a cenar, y muchas veces por la noche volvía de nuevo a la azotea a contemplar las estrellas.

Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces el pensar en las fuerzas de la naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del aire y de agua, desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo».

Para leer más:

Pío Baroja: El árbol de la ciencia. Caro Raggio/Cátedra, Madrid, 2014.

 

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Una cita de Pío Baroja con la naturaleza

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Un día de Nochebuena de intenso frío, Andrés Hurtado, el protagonista literario de Pío Baroja (1872-1956) en su novela El árbol de la ciencia, tomó la determinación de dejar Madrid para ir a visitar la casa de unos familiares en un pueblecito a las afueras de Valencia.

Así describe Baroja las sensaciones que inundaron los sentidos de Andrés:

«Hacía tanto tiempo que no había visto árboles, vegetación, que aquel huertecito abandonado, lleno de hierbajos, le pareció un paraíso. Este día de Navidad tan espléndido, tan luminoso, le llenó de paz y de melancolía.

Del pueblo, del campo, de la atmósfera transparente llegaba el silencio, sólo interrumpido por el cacareo lejano de los gallos; los moscones y las avispas brillaban al sol.

¡Con qué gusto se hubiera tendido en la tierra a mirar horas y horas aquel cielo tan azul, tan puro!»

Para leer más:

Pío Baroja (1911): El árbol de la ciencia.

 

Una cita con Pío Baroja, el progreso y la solidaridad

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Alcolea del Campo, el pueblo literario que fundó Pío Baroja (1872-1956), se convierte, a través del magistral verbo del célebre escritor español, en un referente para comprender la importancia que pueden llegar a tener valores como la solidaridad y el sentido de colectividad en el progreso de la sociedad.

Con estas palabras describe Pío Baroja el pueblo donde vivió Andrés Hurtado, el protagonista de su novela El árbol de la ciencia:

«El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.

Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En ese momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.

El pueblo aceptó la ruina con resignación.

-Antes éramos ricos -se dijo cada alcoleano-. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.

Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos».

Fue así como Alcolea del Campo pasó a ser un lugar donde abundaban el egoísmo, la envidia, la corrupción, la crueldad; donde gobernaban los más ineptos y «casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda y no se les tenía por ladrones»; donde se sufría «la explotación inicua de los miserables por los ricos».

Para leer más:

Pío Baroja (1911): El árbol de la ciencia.