El verdadero economista, en palabras de Herman Daly

Desde hace varias décadas el crecimiento económico viene rigiendo en la sociedad como la máxima prioridad para lograr la prosperidad de los países. Se ha llegado a instaurar como verdad indiscutible que lo prioritario para el bienestar de la población es aumentar cada año la producción de bienes y servicios, es decir, el Producto Interior Bruto (PIB).

Sin embargo, economistas como Herman E. Daly (1938-2022), reconocido, entre otros, con el Premio Right Livelihood, han aportado una visión más completa de la realidad económica, realidad que según este economista ecológico no puede entenderse sino como un subsistema del ecosistema que lo sostiene.

Para Daly todo economista que pretenda defender el objetivo del crecimiento del PIB como indicador supremo debe hacerse al menos dos preguntas previas.

En primer lugar, parece evidente que si se conviene en perseguir el objetivo el crecimiento económico, el economista debería conocer a priori cuál ha de ser la magnitud óptima de ese crecimiento, es decir, cuán grande ha de ser la economía. Lo cierto es que, en la práctica, esta pregunta nunca se plantea.

Y, en segundo lugar, el verdadero economista no solo debe estudiar de una economía los flujos de bienes y servicios que se producen sino también todos los flujos de materiales y energía procedentes del medio ambiente que se emplean en el proceso económico, así como todos los residuos y emisiones que genera. Si llevásemos a cabo una contabilización completa, evaluando los beneficios de la producción frente a los costes ambientales y sociales que la misma provoca, el objetivo del crecimiento económico dejaría de ostentar ese papel hegemónico que aún posee como indicador de prosperidad.

“¿Cuán grande debería ser la economía, cuál es su magnitud óptima en relación al ecosistema? Si fuésemos verdaderos economistas, detendríamos el crecimiento del flujo de materiales antes de que los costes ambientales y sociales extra que genera sean mayores que los beneficios extra de la producción que obtienen. El PIB no nos ayuda a encontrar este punto, pues está basado en conjuntar tanto los costes como los beneficios dentro de la ‘actividad económica’, en lugar de compararlos al margen. Hay abundante evidencia de que algunos países han soprepasado esta magnitud óptima, y han entrado en una era de crecimiento no económico o antieconómico que acumula despilfarro a un ritmo mayor del que genera riqueza. Una vez que el crecimiento se torna no económico en el margen, comienza a volvernos más pobres, no más ricos. De ahí que no se pueda seguir apelando a él como algo necesario para combatir la pobreza. En realidad, hace más difícil combatir la pobreza”.

Para leer más:

Herman E. Daly: «Prólogo» a Prosperidad sin crecimiento, de T. Jackson (2011).

Herman E. Daly: Beyond Growth. The economics of sustainable development. Bacon Press, Boston, 1996.

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Una cita con Pío Baroja, el progreso y la solidaridad

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Alcolea del Campo, el pueblo literario que fundó Pío Baroja (1872-1956), se convierte, a través del magistral verbo del célebre escritor español, en un referente para comprender la importancia que pueden llegar a tener valores como la solidaridad y el sentido de colectividad en el progreso de la sociedad.

Con estas palabras describe Pío Baroja el pueblo donde vivió Andrés Hurtado, el protagonista de su novela El árbol de la ciencia:

«El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.

Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En ese momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.

El pueblo aceptó la ruina con resignación.

-Antes éramos ricos -se dijo cada alcoleano-. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.

Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos».

Fue así como Alcolea del Campo pasó a ser un lugar donde abundaban el egoísmo, la envidia, la corrupción, la crueldad; donde gobernaban los más ineptos y «casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda y no se les tenía por ladrones»; donde se sufría «la explotación inicua de los miserables por los ricos».

Para leer más:

Pío Baroja (1911): El árbol de la ciencia.