El amor a los pájaros: una cita con José Saramago

El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1998, nos transmite en su libro Viaje a Portugal la realidad cultural y artística de su país natal, que redescubrió entre los años 1979 y 1980 tras decidir visitarlo de extremo a extremo.

Viaje a Portugal es principalmente una crónica de viaje en la que el autor deja reflejadas sus impresiones sobre la belleza del patrimonio artístico que atesoran las ciudades y pueblos lusitanos. Pero el viajero no fue ajeno a otra clase de belleza: la belleza de los diversos ecosistemas naturales por los que transitó durante su largo periplo personal. Y tampoco pudo eludir su amor por los animales, como cuando tuvo lugar su visita a la villa de Borba que recoge el siguiente pasaje:

“Al viajero, decididamente, le gusta Borba. Será por el sol, por esta luz matinal, será por la blancura de las casas (¿quién ha dicho que el blanco no es un color, sino la ausencia de él?), será por todo eso, y por lo demás, que es el trazado de las calles, la gente que por ellas anda, no sería preciso más para un sincero afecto, cuando, de pronto, ve el viajero en una tapia, la más extraordinaria declaración de amor, un letrero que decía: PROHIBIDO DESTRUIR LOS NIDOS. MULTA 100$00.

Hay que convenir en que merece todos los loores una villa donde públicamente se declara que el rigor de la ley caerá sobre los malvados que derriben las moradas de los pájaros. De las golondrinas, para ser más riguroso. Puesto que el letrero está en una tapia que precisamente usan las golondrinas para construir sus nidos, se entiende que la protección sólo a ellas cubre. Lo demás pájaros, bribones, algo bellacos y nada dados a confianzas humanas, hacen sus nidos en los árboles, fuera de la villa, y se sujetan a los azares de la guerra. Pero ya es excelente que una tribu del pueblo alado tenga la ley a su favor. Yendo así, poco a poco acabarán las leyes por defender a las aves todas y a los hombres todos, excepto, claro está o no merecerían el nombre de leyes, a los nocivos de un lado y otro. Probablemente por efecto del calor, el viajero no está en uno de sus días de mayor claridad, pero espera que lo entiendan”.

Para leer más:

José Saramago: Viaje a Portugal. Unidad Editorial, Madrid, 1999.

El sermón a los peces de José Saramago

Río Douro

El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1998, nos descubre en su libro Viaje a Portugal una crónica personal de la realidad, principalmente cultural y artística, de aquel país que recorrió de extremo a extremo entre 1979 y 1980.

Comienza este viaje particular de una forma singular. Cruzando la línea divisoria que separa España de Portugal, el viajero se detiene “sobre las aguas oscuras y profundas, entre los altos escarpes que van doblando los ecos”, para predicar un sermón especial. Va dirigido a los peces del río, de los que los seres humanos podemos aprehender un ejemplo de fraternidad, a la vez que nos hacen recordar que la naturaleza no entiende de aduanas ni barreras fronterizas.

“Venid acá, peces, vosotros, los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros, los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua en que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir. Aquí estoy yo, mirándoos desde lo alto de este embalse, y vosotros a mí, peces que vivís en esas confundidas aguas, que tan pronto estáis en una orilla como en otra, en gran hermandad de peces que unos a otros sólo se comen por necesidad de hambre y no por enfados de patria. Me dais vosotros, peces, una clara lección, ojalá no la olvide yo al segundo paso de este viaje mío a Portugal, a saber: que de tierra en tierra deberé prestar mucha atención a lo que sea igual y a lo que sea diferente, aunque dejando a salvo, que humano es y entre vosotros igualmente se practica, las preferencias y las simpatías de este viajero, que no está ligado a obligaciones de amor universal, ni nadie le ha pedido que lo esté. De vosotros, en fin, me despido, peces, hasta un día; seguid a lo vuestro mientras no asomen por ahí pescadores, nadad felices, y deseadme buen viaje, adiós, adiós”.

Para leer más:

José Saramago: Viaje a Portugal. Unidad Editorial, Madrid, 1999.

El árbol, la nube, el mar…, en el verso de Andrés Sánchez Robayna

Cómo reunir en sólo dos estrofas, magistrales, seis cosas esenciales para la vida humana: árbol, casa, vista, manos, nubes, mar…

Traemos hasta aquí el fragmento XLIX perteneciente al poemario titulado El libro, tras la duna que el poeta español Andrés Sánchez Robayna (Islas Canarias, 1952) escribió durante los años 2000-2001.

Los versos de este poeta insular nos pueden sugerir una invitación a sentir con plena conciencia el valor de lo fundamental. Su ausencia es abocarnos al vacío, a la nada, al desconocimiento…

Sé el árbol, sé la casa
sé el huésped que la habita,
dispone a la ceguera para ver,
niega tus manos para ser el tacto.

Oh nube ilimitada
del no saber, suspensa
sobre la mutación, sobre los mares,
habite el ser tu ser, pueble tu nada.

Para leer más:

Andrés Sánchez Robayna: En el cuerpo del mundo. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2023.

La palmera, en el verso de Nicolás Guillén

El poeta cubano Nicolás Guillén (1902-1989), que obtuvo entre otros reconocimientos el Premio Nacional de Literatura, destacó por una amplia obra literaria que abarca asuntos de claro contenido social. Además, su pluma lírica también fue sensible a la naturaleza que le rodeaba. Como ejemplo nos ha llegado hasta hoy un pequeño poema que dedicó a un árbol: la palmera, la palma, que tan familiar resulta en su patria antillana.

En 1947 Guillén escribió el poema Palma sola, perteneciente a su obra El son entero. Se trata de una poesía sencilla y honda a la vez con la que el autor nos transmite la idea de fortaleza para perseguir la libertad, aunque reine la más absoluta soledad. Así lo hizo en un patio cubano aquella solitaria palma que soñaba con alcanzar las nubes mientras no dejaba de crecer bajo la luz del sol y la luna.

La palma que está en el patio
nació sola;
creció sola;
bajo la luna y el sol,
vive sola.

Con su largo cuerpo fijo,
palma sola;
sola en el patio sellado,
siempre sola,
guardián del atardecer,
sueña sola.

La palma sola soñando,
palma sola,
que va libre por el viento,
libre y sola,
suelta y sola;
cazadora de las nubes, 
palma sola,
palma sola,
palma.

Para leer más:

Nicolás Guillén: El libro de los sones. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001.

La selva, en el verso de José Martí

La selva no es solamente ese espacio natural de rica biodiversidad que desempeña un papel esencial en el equilibrio ecológico del planeta. También es capaz de transmitir belleza e inspirar a los creadores de las artes.

En el campo de las letras, uno de esos creadores fue el poeta cubano José Martí (1853-1895), precursor del modernismo literario hispanoamericano, cuya obra lírica incluye un poema que intituló «La selva es honda…». Con estos versos Martí nos devuelve toda la hondura de la selva que percibió tanto físicamente, con sus árboles de largas raíces y plantas trepadoras, como sensorialmente, a la par que la humaniza para hacérnosla más cercana.

La selva es honda. Corpulenta flora,
Como densa muralla, el aire fresco
Con sus perfumes penetrantes carga,−
Y el tronco gris, y el ramo verde vierten
Guirnaldas de moradas hipomeas.
Lamiendo el tronco,
Luengas raíces, de la azul laguna
Las anchas ondas perezosas besan,
Como mujer que, en ademán de ensueño,
Los senos recios adelante echando
Los brazos tiende al amador tardío.
Las verdes hojas prometiendo amores,
Murmuran; y en las ondas se reflejan,
Como los vivos que en la tierra corren
La dicha viendo, sin hallarla nunca,
Y las raíces, de su tronco esclavas,
Como el espíritu carnal arreo,
Con desperado aliento se sacuden;
Y, como el alma en los espacios mueve
Un ala, en tanto que en el tronco gime
El ala esposa, gemidora esclava,−
Al árbol alto reciamente juntos
Los blandos hilos en las ondas flotan.

Para leer más:

José Martí: Poesía completa. Alianza editorial, Madrid, 2013.

Naturaleza y riqueza en la isla del tesoro

Nos relata el escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) en su célebre novela La isla del tesoro las aventuras que vivieron Jim Hawkins y los dos bandos de la tripulación del buque La Española en su viaje a una isla donde se esconde un cofre con setecientas mil libras en oro.

En tierra firme aquellos buscadores de oro, siguiendo las pocas indicaciones del mapa que poseían, atravesaron bosques de pinos de diversas alturas. Su objetivo era dar con la pista de los tres “árboles elevados” localizados en el declive de la montaña de El Vigía que preside la isla.

En aquel lugar la contemplación de la belleza de la naturaleza quedaba ensombrecida por el resplandor de la ansiada riqueza. Como nos sugiere Stevenson en el siguiente pasaje, la codicia puede terminar por cegar el alma de los seres humanos:

“Llegamos al primero de los grandes árboles, pero tomada la dirección con la brújula resultó no ser aquel el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba como a unos doscientos pies sobre la cima de un boscaje de arbustos. Era este un verdadero gigante de los bosques con una columna recta y majestuosa como los pilares de una basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuya sombra podría muy bien haber maniobrado una compañía de soldados. Tanto desde el este como desde el oeste podía distinguirse muy bien en el mar aquel coloso y habérsele marcado en el mapa, como una señal marítima.

Pero no era por cierto su corpulencia imponente lo que impresionaba a mis compañeros, sino la seguridad de que nada menos que setecientas mil libras en oro yacían sepultadas en un punto cualquiera bajo el círculo extenso de su sombra. La idea de las riquezas que les aguardaban concluyó por dar al traste con todos sus terrores precedentes en cuanto que se acercaban al sitio codiciado. Sus ojos lanzaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expeditos; su alma entera estaba absorta en la expectativa de aquella riqueza fabulosa que había de asegurarles para toda la vida una no interrumpida serie de extravagancias y placeres sin límites, cuyas imágenes danzaban tumultuosamente en sus imaginaciones”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

El mar, una cita con Robert Louis Stevenson

El escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) es célebre por su inestimable obra literaria, entre la que se encuentra La isla del tesoro.

Nos relata, Jim Hawkins, el protagonista de esta novela, las aventuras que se suceden en una isla cuya localización geográfica no desvela. También nos transmite, como en el siguiente pasaje, su percepción de un mar que siempre se deja sentir a su alrededor:

“Nunca he visto el mar tranquilo en todo el derredor de la isla del tesoro. El sol puede lanzar desde arriba cuanto calor le sea posible; puede muy bien la atmósfera estar sin una sola ráfaga de viento, y la superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto no impedirá jamás que aquellas grandes moles de agua espumante rueden a lo largo de toda la costa tronando siempre, tronando de día y de noche, de tal suerte que apenas habrá lugar alguno en la isla entera en donde se pueda uno liberar de oír aquel rumor eterno”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

La casa de la diosa Calipso, en palabras de Homero

Durante el largo viaje de regreso a su patria, la anhelada Ítaca, Ulises se ve arrastrado por los dioses hasta la isla de Ogigia. Aquí vive “la artera Calipso nacida de Atlante, la de hermosos cabellos, terrible deidad”, que lo retuvo en su casa durante siete años persuadiéndolo infructuosamente con la inmortalidad y la eterna juventud.

Con las siguientes palabras describe Homero en la Odisea la casa de la diosa Calipso que conoció Ulises en aquella bella isla:

“A la isla remota llegó finalmente y en ella tomó tierra dejando las aguas violáceas; derecho caminó hacia la cueva espaciosa, mansión de la ninfa de trenzados cabellos. Allí estaba ella, un gran fuego alumbraba el hogar, el olor del alerce y del cedro de buen corte, al arder, aromada dejaban la isla a lo lejos. Cantaba ella dentro con voz melodiosa y tejía aplicada al telar con un rayo de oro. A la cueva servía de cercado un frondoso boscaje de fragantes cipreses, alisos y chopos, en donde tenían puesto su nido unas aves de rápidas alas, alcotanes y búhos, chillonas cornejas marinas de la raza que vive del mar trajinando en las olas.

En el mismo recinto y en torno a la cóncava gruta extendíase una viña lozana, florida de gajos. Cuatro fuentes en fila, cercanas las cuatro en sus brotes, despedían a lados distintos la luz de sus chorros; delicado jardín de violetas y apios brotaba en su torno: hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio quedaría suspenso a su vista gozando en su pecho.”

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Cuando Ulises regresa a Ítaca

Nos cuenta Homero en La Odisea el largo y heroico regreso del mítico Ulises a su patria, la célebre Ítaca. Gracias a Alcínoo, rey de los feacios, expertos remeros que conoció en la isla de Esqueria, consigue hacerse con los medios para, al fin, llegar a su anhelada casa.

Mientras Ulises permanecía sumido en un prolongado sueño, la nave hollaba las aguas marinas hasta conducirlo a su destino.

“Una vez que llegaron al mar y al lugar de la nave, recogiéndolo todo sus nobles guiadores, pusieron en el fondo del barco el licor y los víveres;  luego le tendieron a Ulises un lecho con lienzos de lino y un cojín en las tablas de atrás, que durmiese en sosiego. Embarcándose el héroe, acostose en silencio y los hombres ocuparon por orden su sitio en los bancos; soltaron de la piedra horadada la amarra y, doblando los cuerpos, comenzaron a herir con los remos las aguas marinas.

Entretanto caíale en los ojos a Ulises un sueño prolongado, suavísimo, igual en gran modo a la muerte. Como vemos que en una cuadriga los cuatro caballos se encabritan sintiendo el chasquido del látigo y rompen a correr vivamente a la vez devorando el camino, tal, alzada de prora, marchaba la nave dejando una estela brillante y bullente en el mar estruendoso; navegaba segura y tenaz; ni el halcón en su giro, volador entre todas las aves, pudiera escoltarla.

De este modo ligera la nave cortaba las olas; transportaba a un varón semejante en ingenio a los dioses que en su alma se llevaba las huellas de mil pesadumbres padecidas en guerras y embates del fiero oleaje, mas que entonces, de todo olvidado, dormía dulcemente”.

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.

Cuando Ulises se refugió en la selva

El mítico personaje de Ulises, el rico en ingenios, el de heroica paciencia, descrito por Homero en La Odisea, en su largo viaje de vuelta a Ítaca pasa por la isla de Ogigia. Allí es retenido durante siete años por la diosa Calipso hasta que es liberado y consigue reemprender rumbo oceánico.

Tras dieciocho jornadas de travesía errante Ulises es finalmente arrastrado por la furiosa mar hasta la costa de las tierras de los feacios. Con las fuerzas debilitadas a causa del cansancio y el frío decide que su mejor refugio será la naturaleza arbórea. En el bosque encontrará la hojarasca que le dará cobijo para contraer un profundísimo sueño aquella noche divina.

“Meditando entre sí discurrió que mejor le estaría refugiarse en la selva: mostrábase cerca del agua bien visible en la altura. Entró él en mitad de las frondas de dos tallos brotados del mismo lugar, que era el uno de acebuche y el otro de olivo; jamás las pasaban el furor de los húmedos vientos ni el sol con sus rayos ni las aguas de lluvia; en tal trabazón abrazados se mostraban los dos. Entre ellos metiéndose Ulises y hacinando el follaje, dispúsose un lecho espacioso, que eran muchas las hojas allí derramadas, bastantes a abrigar a dos hombres o tres de la dura intemperie por muy recio que fuese el hostigo del tiempo. Gozose de mirarlas Ulises divino, el de heroica paciencia, acostose en mitad y cubriose de espesa hojarasca.

Como un hombre en remota heredad, sin vecinos en torno, escondiendo un tizón en los negros rescoldos, reserva la simiente del fuego y excusa el pedirlo a otra parte, tal allí se cubrió con las hojas Ulises; y Atena en sus ojos el sueño vertió, que los párpados luego le cerrase y calmara sin más su penosa fatiga”.

Para leer más:

Homero: Odisea. Editorial Gredos, Barcelona, 2019.