El volcán del Teide, en el verso de Tomás Morales

Existe un volcán en las Islas Canarias que, con sus más de 3.700 metros, se erige en el pico más alto de España. Desde la antigüedad ha sido objeto de atención de navegantes y escritores. Los guanches, antiguos canarios que habitaron Tenerife, la isla en la que se impone esta majestuosa montaña, la temieron, pues fueron testigos directos de las formidables corrientes de fuego que emanaron de su cráter.

El poder evocador de este volcán de las conocidas como Islas Afortunadas ha sido recogido por escritores como el poeta español Tomás Morales (1884-1921), al que, desde Gran Canaria, la isla hermana donde nació, dedicó un poema de gran belleza modernista que intituló Himno al volcán. De él extraemos aquí las dos estrofas siguientes:

“Así te sueño, ¡oh Teide!, mientras tu cono gentil descuellas,
hoy te ven mis ojos -el mar por medio- de la isla hermana
desflorar el espacio y hender la linde de las estrellas,
dejando atrás las nubes, con tu orgullosa cabeza cana…

Así te ven mis ojos, mas yo te quiero fosco y bravío,
porque tú emblematizas con tu perenne desasosiego:
¡Pico de Tenerife, de continente sereno y frío!
¡La victoria más alta, la gran Victoria del hombre: EL FUEGO!...”

Para leer más:

Morales, Tomás: Las Rosas de Hércules. Ediciones Cátedra, Madrid, 2011.

El otoño, en el verso de Tomás Morales

Desde sus propios orígenes la vinculación del ser humano con la naturaleza ha convertido en necesidad su observación permanente para atisbar los cambios de las estaciones y de las condiciones meteorológicas.

Más allá de esta necesidad para la supervivencia, las distintas culturas y civilizaciones han visto en las distintas estaciones del año una fuente de inspiración para expandir la creatividad humana con la que poder expresar diferentes emociones propias de nuestra especie.

Desde el campo de la literatura, el otoño, por sus propias características, ha sido siempre una estación muy evocada por los poetas. Traemos hasta aquí, en esta ocasión, el siguiente poema que el escritor español Tomás Morales (1884-1921), originario de las Islas Canarias, dedicó a esta estación de ensueños grises y hojas amarillentas:

“Tarde de oro en Otoño, cuando aún las nieblas densas
no han vertido en el viento su vaho taciturno,
y en el sol escarlata, de púrpura el poniente,
donde el viejo Verano quema sus fuegos últimos.

Una campana tañe sobre la paz del llano,
y a nuestro lado pasan en tropel confuso,
aunados al geórgico llorar de las esquilas,
los eternos rebaños de los ángeles puros.

Otoño, ensueños grises, hojas amarillentas,
árboles que nos muestran sus ramajes desnudos…
Solo los viejos álamos elevan pensativos
sus cúpulas de plata sobre el azul profundo…

Yo quisiera que mi alma fuera como esta tarde,
y mi pensar se hiciera tan impalpable y mudo
como el humo azulado de algún hogar lejano,
que se cierne en la calma solemne del crepúsculo…”

Para leer más:

Morales, Tomás: Las Rosas de Hércules. Ediciones Cátedra, Madrid, 2011.

La casa, en el verso de Tomás Morales

La casa no es únicamente un bien que se compra, usa y vende para cubrir las necesidades diarias de cobijo de las personas. Una aproximación más amplia que la estrictamente económica nos revela otras dimensiones de este recurso indispensable para el desarrollo humano.

Así, desde el campo de las artes, en concreto desde la literatura, poetas como Tomás Morales (1884-1921), originario de las Islas Canarias (España), nos legó con su pluma de estilo modernista unos versos que exaltan las emociones que puede llegar a transmitirnos una casa tradicional, como la de tu tierra natal, que por sus valores cultural, identitario y artístico nos invita a preservar.

“¡Oh, la casa canaria, manantial de emociones!
Irregularidad de las anchas ventanas,
con dinteles que arañan devotas inscripciones
y, pintadas de verde, las moriscas persianas…

Llena está su fachada de un superior reposo,
y bajo la cornisa que festona la hiedra,
el corredor volado del balcón anchuroso
con retorcidos fustes y gárgolas de piedras…

-Se alboroza el espíritu ante un zaguán desierto:
de las plantas del patio viene un vaho fragante;
un descuido ha dejado el portón entreabierto,
como una insinuación a pasar adelante.-

Dentro será más bella: habrá tiestos floridos
y, soto las arcadas, colgantes jardineras;
habrá fuertes pilares de tea, renegridos,
sostén de las crujías y amor de enredadera.

Y en sombroso fondo del oscuro pasillo,
una clásica pila con su loza chinesca,
con la destiladera llena de culantrillo
y el bernegal de barro rebosando agua fresca…

¡Ah, la mansión pacífica de los antecesores!
Tienes luz de familia, tienes paz de santuario,
claramente embebida de cosas interiores:
¡para soñar o amar, albergue extraordinario!”

Para leer más:

Morales, Tomás: Las Rosas de Hércules. Ediciones Cátedra, Madrid, 2011.

La belleza de una isla, en palabras de R. M. Ballantyne

Las islas, por sus intrínsecas características geográficas que las diferencian de los ecosistemas continentales, son con frecuencia elevadas por su belleza natural. Tanto más cuando la mano del ser humano no ha irrumpido con desmesura.

Traemos hasta un pasaje de la conocida novela La isla de Coral del escritor británico Robert Michael Ballantyne (1825-1894). En ella Ralph Rover y sus dos compañeros de viaje, tras ver naufragar su buque Arrow, alcanzan la isla de Coral. Allí, las penalidades sufridas por los jóvenes aventureros pronto serán eclipsadas por la alegría que sintieron al encontrarse ante una belleza hasta entonces desconocida..

“Esta era la primera vez que me daba cuenta del lugar donde nos hallábamos, porque al recobrar el conocimiento estaba en un sitio rodeado de espesa vegetación, que ocultaba casi el panorama. Pero ahora, al salir al terreno descubierto de la arenosa playa y contemplar la belleza del paisaje, se me alegró el corazón y se levantaron mis ánimos. El huracán había cesado bruscamente, como si hubiera soplado con furia hasta estrellar nuestro buque y no le quedase más que hacer después de tal hazaña. La isla era montañosa y estaba casi enteramente cubierta de árboles, plantas y arbustos de lo más bello y vistoso. Por entonces no sabía el nombre de ninguno de ellos, excepto el de los cocoteros, que reconocí enseguida por los muchos grabados que había visto en mi tierra. Una playa arenosa, de blancura deslumbradora, bordeaba la verde cota sobre la que se agitaba suavemente el agua, lo cual me sorprendió mucho, porque recordaba que en mi país el oleaje duraba hasta mucho después de cesar la tempestad. Pero al dirigir la mirada al mar vi enseguida la causa. A cosa de una milla mar adentro se veían rodar grandes olas, como una verde pared, que se estrellaban y deshacían en el bajo arrecife de coral, levantando espuma blanca que saltaba formando como nubes, a veces muy altas, en las que lucía por instantes, acá y allá, un hermoso arcoíris. Después vimos que el arrecife de coral rodeaba por completo la isla y formaba un rompeolas natural.

Fuera de este rompeolas, el mar se agitaba violentamente por los efectos de la pasada galerna, pero entre el arrecife y la orilla de la isla el agua estaba tan serena como en un lago.

Me es imposible expresar la alegría que sentía ante la belleza de todo lo que nos rodeaba, y por la expresión de mi compañero comprendí que también disfrutaba con la esplendidez del paisaje, mucho más agradable después de un largo viaje por mar”.

Para leer más:

R. M. Ballantyne: La isla de Coral. Zenda-Edhasa, Barcelona, 2022.

Una chabola entre las estrellas: una cita con Pedro Lezcano

Cuando la necesidad vital de alojamiento no se ve satisfecha con los medios materiales básicos, el ser humano ha recurrido a la imaginación para hacer frente a su demanda de cobijo.

Así, podemos llegar a atestiguar, en parajes como los insulares, cómo en ocasiones la cruda austeridad convive con la pura naturaleza.

Traemos hasta aquí las palabras del escritor Pedro Lezcano (1920-2002) que, con su artículo literario La chabola, nos relata el caso de Juan el Chinchorrero y su familia. Juan vive junto con María, sus hijos y la abuela Juanitita en una paupérrima choza hecha a base de tablas, planchas y piedras que consiguieron armar sobre la arena de una playa.

Cuando anochece igual que hoy sobre la playa, después de haber sacado la red, toda la arena queda sembrada de estrellas marinas color sangre, que durante la noche conservan su brillo y, como sus hermanas celestes, palidecerán quemadas por el sol de la mañana.

La chabola de Juan el Chinchorrero está enclavada sobre la arena, en medio de las estrellas. Una sola pared de piedra seca sostiene la armazón; las otras tres paredes las componen multicolores hojalatas y tablas de cajones en las que aún pueden leerse impresas misteriosas palabras en múltiples idiomas. Por eso Juan, que tiene buen humor y sabe leer periódicos, suele llamar la ONU a su chabola”.

Para leer más:

Lezcano, Pedro: Narraciones. Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2016.

La especie humana, el lobo y el microbio: una cita con Pedro Lezcano

La especie humana, en su afán de diferenciarse de los demás seres vivientes del planeta Tierra, ha decidido autodenominarse Homo Sapiens. Nos presentamos como seres racionales y superiores. Y, aun reconociendo que no somos perfectos, desde un punto de vista ético, para justificar nuestras imperfecciones hemos llegado a equipararnos, injustamente, con los lobos por la discutible amenaza que infunden estos animales allá por donde pisan.

Traemos hasta aquí las palabras del escritor Pedro Lezcano (1920-2002) que, con su artículo literario Microbios, nos ofrece una reflexión crítica sobre el papel de la especie humana en su relación con el medio ambiente. Desde el punto de vista ecológico, para Lezcano, la vida del ser humano, dados sus crecientes impactos sobre los ecosistemas y las especies, realmente se aproximaría más a la del microbio que a la del lobo.

“Faltando a la verdad y a la modestia, la especie humana gusta situarse en la cúspide de la escala biológica. El hombre se proclama detentador de todos los derechos, racional exclusivo, favorito de la divinidad. En ocasiones el filósofo cuestiona tanta perfección llamándose a sí mismo “homini lupus”, como si el calumniado lobo fuera capaz, como el hombre, de practicar en su manada el expolio, la esclavitud y el exterminio.

Pero es fuera del campo de la ética social donde el hombre desmiente su mitológica superioridad. Es en la ecología donde la especie humana desciende, no ya al peldaño de la fiera con honesta hambre, sino al más ínfimo escalón zoológico de la naturaleza: al nivel del bacilo.

(…) Este abyecto y minúsculo ser vivo, en un alarde inconcebible de estupidez, enfanga, caseifica, infecta y asesina al único sostén de su propia vida. Y acaba sin remedio pereciendo con la putrefacción de su propia víctima.

Ignoramos si los bacilos destructores de su único medio ambiente también se llaman a sí mismos microbios racionales”.

Para leer más:

Lezcano, Pedro: Narraciones. Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2016.

Progreso y bienestar animal: una cita con José Luis Sampedro

El escritor español José Luis Sampedro (1917-2013) además de un reconocido literato fue Catedrático de Estructura Económica. A Sampedro siempre le preocupó el verdadero progreso de las sociedades, pero no identificándolo con el crecimiento de la producción de mercancías, el consumismo y la expansión incontrolada de la tecnología, sino con la calidad de vida de las personas, la reducción de la pobreza y el respeto a la naturaleza.

Aunando magistralmente con su prolífica pluma literatura y pensamiento económico, Sampedro nos legó entre su rica obra Un sitio para vivir (1955), una obra de teatro en la que el progreso social es imperfecto si no se tiene en cuenta la preservación de la naturaleza y el bienestar de los animales.

La acción de Un sitio para vivir transcurre en Isla Bonita, una supuesta colonia británica de las Antillas, donde “la vida es fácil y se goza sin prisa”. En la escena I se encuentran Mama Luana, la dueña de la única fonda de la Isla; su hija Nena y Augustus Farrell, un experto en Ingeniería Zootécnica destinado por la Administración colonial a Isla Bonita para dirigir una estación aclimatadora de cerdos.

Los tres personajes mantienen un sugerente diálogo sobre la idea de progreso y su relación con el bienestar de los animales.

FARRELL. ¡Conteste! ¿Cómo cría a sus cerdos tan lozanos, mientras que mis seis parejas se me murieron en menos de cuatro meses? ¿Cómo consigue lo que no logra la Estación Aclimatadora en Isla Bonita, Antillas Orientales?

NENA. (Sirviéndole un vaso.) Vaya, beba un trago, señor Farrell.

FARRELL. ¡Basta de tragos! ¡Quiero saber! Diga, ¿cómo organiza usted la crianza?

MAMA LUANA. ¡Organizar! ¡Bah!

FARRELL. Yo tengo rascaderos impregnados con desinfectantes, piensos científicos supervitaminizados, un patio cubierto con toldos durante las horas de excesiva radiación solar… Pero los cerdos se mueren, mama Luana. Uno tras otro, hasta el último… ¡Dígame el secreto!

MAMA LUANA. ¡Si no hay secreto! Abro el corral por la mañana y los animalitos se van al bosque. Al oscurecer vuelven, gruñen en la puerta, les abro y cierro. Y hasta el día siguiente.

FARRELL. ¡Siempre el mismo cuento!

NENA. Es la verdad, señor Farrell.

Para leer más:

Sampedro, José Luis: Un sitio para vivir. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2024.

Las dos caras del progreso: una cita con José Luis Sampedro

La noción de progreso, al igual que otras como la de desarrollo, es susceptible de tener diversas significaciones. Sin embargo, en el ámbito económico ha predominado hasta nuestros días la visión técnica y material del progreso en detrimento de su acepción más humanista.

Como se expresa en unas líneas del escritor y economista español José Luis Sampedro (1917-2013), que quedaron recogidas en la obra Diccionario Sampedro, según tomemos el camino del avance técnico o el del perfeccionamiento humano, la evaluación que podamos hacer del progreso alcanzado por nuestra sociedad será bien diferente.

«Preguntémonos, para empezar: ¿De qué progreso hablamos? ¿Del de la persona o el de las cosas? Si consideramos este último, con la extraordinaria multiplicación de objetos nuevos y de sus aplicaciones, mediante el avance técnico, no cabe duda de que tendremos una visión positiva del progreso. Pero si pensamos en el perfeccionamiento interior de los seres humanos, nuestro juicio será mucho menos favorable».

Para leer más:

Lucas, O. (Ed.): Diccionario Sampedro. Debate Editorial, Madrid, 2016.

Naturaleza y alma: una cita con Hermann Hesse

_mg_6793

Formamos parte de una sociedad que tiende sepultar su relación ancestral con la naturaleza. En su afán de dominarla para su explotación utilitarista, el ser humano moderno es propenso a infravalorar el medio natural. Olvida que es parte intrínseca de la naturaleza, no sólo desde una dimensión ecológica, sino incluso desde un punto espiritual. Somos, en el fondo, almas bañadas de naturaleza primigenia.

La lectura reposada de la obra de escritor Herman Hesse (1877-1962), merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1946, nos sigue aportando valiosas enseñanzas. Algunas de ellas parten de nuestra particular relación con la naturaleza, de la que tanto aprendía y a la que tanto agradecía, como vino a expresar en el siguiente pasaje extraído de su novela Demian:

“…ya desde niño me había gustado contemplar las formas extrañas de la naturaleza, no observándolas simplemente sino entregándome a su propia magia, a su profundo y barroco lenguaje. Las raíces largas y fosilizadas de los árboles, las vetas coloreadas de la piedra, las manchas de aceite flotando sobre el agua, las grietas en el cristal: todas estas cosas habían ejercido antaño una gran fascinación sobre mí, sobre todo, el agua y el fuego, el humo, las nubes, el polvo y, especialmente las manchas de colores que veía girar al cerrar los ojos”.

Para leer más:

Hermann Hesse: Demian. Alianza Editorial, Madrid, 2023.

El lenguaje de la naturaleza: una cita con Hermann Hesse

_MG_1424 1

Le debemos al escritor Herman Hesse (1877-1962), merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1946, una extensa obra. De ella podemos extraer valiosas enseñanzas.

En su artículo Sobre mariposas, publicado en 1935, Hesse nos revela que existen pocos caminos ancestrales que puedan llevar al hombre a la felicidad o a la sabiduría. Uno de ellos es “el camino del asombro ante la naturaleza y de la atenta escucha de su lenguaje”. Empatizar con la naturaleza, tratando de sentir su bello lenguaje, nos aleja de la codicia y del afán de explotación que terminan por cegar al ser humano.

«El asombro comienza y acaba en sí mismo, y sin embargo el asombro no es un camino estéril. El que yo me asombre ante un musgo, un cristal, una flor, un coleóptero dorado, o ante un cielo de nubes, un mar con el sereno y gigantesco respirar de sus mareas, un ala de mariposa con el orden de sus estrías cristalinas, el corte y las cenefas coloreadas de sus bordes, los múltiples caracteres y adornos de su dibujo y las infinitas, tenues y mágicas gradaciones y tonalidades de los colores… siempre que abordo con el ojo o con otro sentido corporal un trozo de naturaleza, si me siento atraído y encantado por él y me abro por un momento a su ser y a su revelación, en ese momento he olvidado toda esa zona ciega y codiciosa del ansia humana, y en lugar de pensar o imperar, en lugar de conquistar y explotar, de combatir u organizar, no hago otra cosa que “asombrarme” como Goethe, y con ese asombro no sólo me hago hermano de Goethe y demás poetas sabios, sino que me hago hermano de todo aquello que me asombra y que yo siento como mundo viviente: de la mariposa, del escarabajo, de la nube, del río y el monte, pues por la vía del asombro he escapado momentáneamente al mundo de las separaciones y he ingresado en el mundo de la unidad…».

Para leer más:

Hermann Hesse: Pequeñas alegrías. Alianza Editorial, Madrid, 2010.