Los orígenes de la agricultura en palabras de Virgilio

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El poeta romano Publio Virgilio (70 a. C.-19 a. C.) desarrolla en Geórgicas un auténtico tratado poético sobre el mundo rural. Con este poema de cuatro libros se adentra en la vida en el campo para informarnos y seducirnos sobre todo lo relativo a la agricultura: orígenes, técnicas, meteorología, los cultivos y sus cuidados…

Con estas palabras expresa Virgilio, en el Libro primero de sus Geórgicas, cómo fueron los orígenes de la agricultura en tiempos de Júpiter:

«Antes que Júpiter, colono alguno no mullía el campo, ni era cosa lícita señalar en él lindes ni cotos; era común su goce, y la tierra misma cortés lo daba todo y producía el fruto que nadie pedía. Él asimismo metió en el seno de las negras serpientes el veneno; él mandó que saltearan a los lobos, y al mar que se moviese, despojó las hojas de su miel y escondió el fuego, secó el raudal de vino que por doquier corría, a fin de que la experiencia industriosa alumbrase poco a poco varias artes y en los surcos buscase el trigo y sacudiese el abstruso fuego de las venas de pedernal. Entonces por primera vez sintieron los ríos la pesadumbre de los excavados álamos; entonces el marinero designó los astros por seres y por nombres: Pléyades, Híadas y la Osa luciente de Licaón. Entonces se inventó cazar las fieras con lazos y engañoso cebo y cercar con canes las silvestres gándaras. Y el otro con barredera red escombra el anchuroso río; y el otro saca arrastrando el mar el limo que rezuma. Entonces el rigor del hierro y el crujir chirriante de la sierra (pues los hombres primeros, a favor de cuñas, desgarraban el hediondo leño), entonces vinieron las variadas artes. Todo lo vence el pertinaz trabajo y la estrecha necesidad que aprieta en trances duros».

Para leer más:

Publio Virgilio (29. a. C.): Geórgicas.

 

Una cita con el jardín y la naturaleza de Hermann Hesse

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Al escritor Hermann Hesse (1877-1962), merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1946, le debemos una extensa obra, traducida a múltiples idiomas. En esta ocasión nos detenemos en un fragmento de uno de los artículos que escribió en 1908 donde expresa su experiencia personal sobre la vida en el jardín.

«En la jardinería late algo de placer y orgullo creador; uno puede configurar un trocito de tierra a su gusto y antojo, puede producir para el verano sus frutos preferidos, sus colores preferidos, sus aromas preferidos. Se puede convertir un pequeño bancal, unos metros cuadros de suelo desnudo, en sinfonía de colores, en delicia visual y en minúsculo paraíso. Pero todo esto tiene sus estrictos límites. En fin de cuentas sólo podemos querer, con todos nuestros caprichos y nuestra fantasía, lo que la naturaleza quiere, y no hay más remedio que dejarla hacer. Y la naturaleza es inexorable. Se la puede camelar un poco, se la puede engañar en apariencia, pero luego reclama con tanto mayor rigor sus derechos».

Para leer más:

Hermann Hesse: «En el jardín». Artículo publicado en 1908 y compilado en el libro Pequeñas alegrías (2010).

Cuando don Quijote y Sancho vieron el mar

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Tras las muchas aventuras vividas por las extensas tierras de la Mancha, don Quijote y Sancho, los célebres personajes de Miguel de Cervantes (1547-1616), alcanzaron la playa de Barcelona la víspera de San Juan. Allí vieron por primera vez el mar.

«…y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en lugar de alegrar el oído: aunque al mismo instante alegraron también el oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, ‘¡trapa, aparta, aparta!’ de corredores que, al parecer, de la ciudad salían. Dio lugar la aurora al sol, que, con rostro mayor que el de una rodela, por el más bajo horizonte poco a poco se iba levantando.

Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto, parecioles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos».

Para leer más:

Miguel de Cervantes (1615): Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, capítulo LXI.

Un cita con la luna de José Saramago

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En las noches oscuras de nuestro planeta, la luna, su satélite natural, logra iluminar los rincones de la naturaleza, y ser un motivo de creación para escritores como José Saramago:

«Me desperté cuando me llamó mi tío, con la noche aún encima. Me senté en el comedero y miré la puerta, con los ojos entornados por el sueño y por una luz inesperada. Salté al suelo y salí al corral, envolviendo de una claridad lechosa la noche y el paisaje. Donde daba la luna, todo era blanco y refulgente, todo lo demás quedaba envuelto en una espesa oscuridad. Y yo, que sólo tenía doce años, como ya queda dicho, adiviné que jamás volvería a ver una luna así. Por eso hoy me conmueve poco la luz de la luna: llevo una dentro de mí insuperable».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. (Incluye la crónica Y también aquellos días).

 

El «Mensaje a los hombres» de Pino Ojeda

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En 1954 la poeta y pintora Pino Ojeda (1916-2002) publicó Como el fruto en el árbol. En este poemario, que pone alas a sus experiencias vitales, la naturaleza se presenta como un tema esencial. Fruto de su exploración personal y del mundo lanza su mensaje poético a los seres humanos.

«Yo no sé por qué los hombres, cuando caminan por la tierra y los bosques
van rumiando silenciosos sus pequeñas, bajas preocupaciones.
Ellos deberían dejar sus agrias, difíciles conciencias,
en la primera vuelta del camino donde la civilización se expresa.
Allí sobre la dura y cementada superficie gris que habla de dolor,
de sangre interminable.

Los hombres no deberían llevarse al bosque, a la tierra,
sus pesadillas nocturnas,
sus agobiadoras, durísimas contiendas.
Ellos podrían llevar arriba la misma sencilla mirada,
el mismo sencillo gesto de los seres que van a encontrarse.
Solo una mirada sin pasado, sin ayer, sin retorno.
¡Si los hombres se dieran cuenta de estas pequeñas cosas
y subieran a lo alto libres de ellos mismos,
libres de sus pobres, ligeras ansias!
Si ellos supieran rezar sin voces, dentro de sí, detenidamente, sin prisas
Si ellos lograran dejar en las ciudades
-llenas de polvo, de ruidos y fiesta-,
sus pobres, mentidas palabras.
Encontrarían allá arriba el brazo que les rodeara calladamente la espalda.
Encontrarían la voz que perdieron con el primer desperezo de hombres
Encontrarían, sí, como partiendo de su propia carne,
el camino que olvidaron cuando sus pobres corazones aprendieron
a maldecir en silencio».

Para leer más:

Pino Ojeda: Obra poética. Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 2016.

El tiempo pétreo de José Saramago

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Ante la difícil pregunta de qué es el tiempo, podríamos descender al interior de la tierra para buscar una respuesta. Allí la encontró José Saramago, entre las excepcionales gotas pétreas que se forman en esas cavernas y grutas ajenas a nuestra vida diaria.

«…una gota de agua se me dibuja en la memoria como una enorme perla suspensa, que, lentamente, va engrosándose; está a punto de caer, pero no cae, mientras la miro fascinado. Me rodea un fantástico amontonamiento de rocas. Estoy en el interior del mundo, cercado de estalactitas, de blancos manteles de piedras, de formaciones calcáreas que tienen apariencia de animales, de cabezas humanas, de secretos órganos del cuerpo, sumergido en una luz que, del verde al amarillo, se degrada de manera infinita.

La gota de agua recibe la luz de un foco lateral; es transparente como el aire, suspensa allí sobre una forma redonda que recuerda un bulbo vegetal. Caerá no sé cuándo desde una altura de seis centímetros y resbalará en la superficie lisa, dejando una infinitesimal película calcárea que hará más leve la próxima caída. Y como nos paramos a mirar la gota de agua, el guarda de Aracena dijo: ‘Dentro de doscientos años, estas dos piedras estarán juntas.’

Es ésta la paciencia del tiempo. En la gruta inmensa, el tiempo está aproximando dos piedras insignificantes y promete de aquí a doscientos años la silenciosa unión de ambas. En la hora en que escribo, avanzada la noche, la caverna está sin duda en una oscuridad profunda. Se oye el gotear de las aguas sueltas sobre los lagos sin peces, mientras, en silencio, la montaña vierte la gota lenta de la promesa.»

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «El tiempo y la paciencia».

 

Henry D. Thoreau y la vida al aire libre

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El escritor naturalista Henry D. Thoreau (1817-1862) defiende en su célebre obra Walden la necesidad de llevar una vida sencilla, ajena a lujos y comodidades, que no son sino obstáculos para «la elevación de la humanidad».

El desarrollo de la sociedad moderna ha proporcionado al hombre bienestar material pero también lo ha ido distanciando de su contacto primigenio con la naturaleza.

«Al final, no sabemos ya lo que significa vivir al aire libre, y nuestras vidas se han vuelto domésticas en más sentidos de lo que creemos. Entre hogar y campo hay una gran distancia. Y quizá sería bueno que pasáramos más de nuestros días y noches sin que mediara obstáculo alguno entre nosotros y los cuerpos celestes, y que el poeta no hablara tanto bajo techado o que el santo no se acogiera con tanta frecuencia a su protección. Las aves no cantan en las cuevas, ni las palomas cultivan su inocencia en los palomares».

Para leer más:

Henry D. Thoreau: Walden o la vida en los bosques. Editorial Juventud, Barcelona, 2010.

José Saramago y los árboles cantores

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Vivir la naturaleza es observarla, respirarla, escucharla. Podemos, incluso, preguntarnos si, por ejemplo, los árboles susurran, bailan, cantan. Según José Saramago, sí.

«A lo largo del río, mientras la barca baja la corriente con la rápida ayuda de la pértiga que rechina en la arena o clava lanzazos en el lodo, los pájaros invisibles transforman los árboles en extrañísimos seres cantores».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «El mayor río del mundo».

 

 

 

 

 

Azorín y la felicidad de los artrópodos

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El escritor español José Martínez Ruiz, más conocido por Azorín (1873-1967), con su célebre obra La voluntadexpresó, a través de sus personajes, pensamientos, diálogos filosóficos, reflexiones políticas y sociales, emociones e impresiones poéticas… Entre este compendio de sensaciones, la naturaleza también tiene cabida.

La escena transcurre durante una calurosa tarde de verano antes de que se alcance el crepúsculo. El maestro Yuste y su alumno Azorín se encuentran sentados al borde de una balsa. Tras haber estado observando atentamente los ascensos y descensos de un coleóptero por las ramas de una de las matas junto a la balsa, Yuste le comenta a Azorín:

«-Decididamente, querido Azorín -ha dicho el maestro-, yo creo que los insectos, es decir, los artrópodos en general, son los seres más felices de la tierra. Ellos deben de creer, y con razón, que la tierra se ha fabricado para ellos. Ellos pueden gozar plenamente de la Naturaleza, cosa que no le pasa al hombre. Fíjate en que los insectos tienen vista múltiple, es decir, que no necesitan moverse para estar contemplando el paisaje en todas sus direcciones…; gozan de lo que podríamos llamar el paisaje integral. Además, hay insectos, como los díctidos, que nadan, vuelan y andan. ¡Qué placer dominar en estos tres elementos!… Ahí tienes en esa balsa esos seres, o sea los girinos, que están jovialmente patinando, corriendo sobre la superficie, trazando círculos, yendo, viniendo… ¿Puede darse una vida más feliz? ¡El mundo es de ellos! ¿Y cómo no han de creerlo así? Existen sobre un millón de especies de artrópodos, número enorme comparado con el de los vertebrados… ¿Cómo no han de estar convencidos de que la tierra se ha hecho para ellos?… ¡Yo los admiro!… Yo admiro las ambarinas escolopendras, buscadoras de la oscuridad; las arañas tejedoras, tan despiadadas, tan nietzscheanas; las libélulas, aristocráticas y volubles; los dorados cetonios que semejan voladoras piedras centelleantes; los anobios que corcan la madera y nos desazonan y nos desazonan por las noches, en las solitarias cámaras, con su cric-crac misterioso; los grillos poemáticos, cantores eternos en las augustas noches de verano… A todos, a todos yo los amo; yo los creo felices, sabios, dueños de la Naturaleza, gozadores de un inefable antropocentrismo… ¡Ellos son más dichosos que el hombre!»

Para leer más:

Azorín (1902): La voluntad.

 

El cuento del niño y la flor que escribiría José Saramago

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El escritor portugués José Saramago (1922-2010), reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 2010, publicó entre 1969 y 1972 en el diario A Capital y el semanario Journal do Fundao una serie de crónicas donde plasma muchas de sus experiencias, opiniones y sentimientos, también sobre la Naturaleza.

Una de esas crónicas es «Historia para niños» en la que Saramago se pregunta por qué no escribir un día una bella y sencilla historia para niños que por su moraleja ayude a la madurez del ser humano.

«En la historia que yo escribiría habría una aldea. No teman, sin embargo, quienes fuera de las ciudades no conciben historias, ni siquiera infantiles: mi héroe niño tiene sus aventuras aplazadas fuera de la tierra sosegada donde viven sus padres, supongo que una hermana, tal vez lo que quede de abuelos, y una confusa parentela de la que ya no hay noticia. Luego en la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y , de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego por él abajo, en aquel brincar alegre y vago que el tiempo amplio, largo y profundo, nos permitió a todos en la infancia. En un momento determinado, el niño llega al límite de tierras hasta donde se aventura solo. Desde allí en adelante empieza el planeta Marte, efecto literario del que no cabe a él responsabilidad, pero que el autor se toma libremente para componer la frase. Desde allí en adelante, para nuestro chiquillo, será sólo una pregunta sin literatura: ‘¿Voy, o no voy?’ Y fue.

El río trazaba un desvío grande, se alejaba, y del río él estaba ya un poco harto porque llevaba viéndolo desde que nació. Resolvió, pues, atajar por los campos, entre extensos olivares, bordeando misteriosos setos cubiertos de campanillas blancas; y otras veces, metiéndose por el bosque de fresnos altos donde había claros apacibles sin rastro de gente o animales, en los que reinaba un silencio que se oía, un calor vegetal, un olor a tallo recién sangrado como una vena blanca y verde. ¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo… iban los árboles espaciándose cada vez más, y ahora había un erial de matorrales secos y ralos y, en medio, una insólita colina redonda como una olla boca abajo.

Decidió el chiquillo tirar cuesta arriba, y cuando llegó a lo alto, ¿qué vio? Nada especial, ni palacios encantados, ni las tablas del destino, sólo una flor. Pero tan caída, tan marchita, que el niño se acercó, muy cansado. Y, como era un niño de cuento, decidió que tenía que salvar la flor. ¿Pero dónde está el agua? Allí, en lo alto, ni gota. Abajo, sólo el río, y éste muy lejos. Es igual. Baja el niño la montaña, atraviesa el mundo entero, llega al gran río Nilo; en el hueco de la mano en cuenco, recoge cuanta agua allí le cabe; vuelve a atravesar el mundo, se arrastra por la pendiente… Tres gotas allá a lo alto llegaron: las bebió la flor sedienta. Veinte veces de aquí para allá, cien mil viajes a la luna, la sangre en los pies descalzos; pero la flor, erguida ya, daba su aroma al aire y, como si fuera un roble, presta su sombra al suelo.

El niño se quedó dormido bajo la flor. Pasaron las horas y los padres, como es costumbre en estos casos, empezaron a afligirse mucho. Salió toda la familia y, con ella, los vecinos en busca del niño perdido. Pero no lo hallaron. Ya en lágrimas antas, lo recorrieron todo; y cuando caía el sol, alzaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme de la que nadie recordaba su presencia. Hacia allá fueron todos a la carrera, subieron colina arriba y dieron con el niño dormido. Sobre él, resguardándolo del frescor de la tarde, había un gran pétalo perfumado con todos los colores del arco iris.

Llevaron al niño a casa, rodeado de respeto y admiración, como si de una obra de milagro se tratara. Cuando, luego, pasaba por las calles, la gente decía que había salido de la aldea para ir a hacer algo grande, mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y ésta es la moraleja de la historia».

Para leer más:

José Saramago: Las maletas del viajero. Ediciones B, Barcelona, 1998. Incluye la crónica «Historia para niños».

José Saramago (2001): La flor más grande del mundo.