La contemplación de la naturaleza: una cita con Dostoievski

La contemplación del transcurrir de la vida en la naturaleza puede llegar a convertirse en fuente de momentos de felicidad memorables. La frondosidad de un bosque, el olor de sus árboles, la huella que dejan los rayos del sol que lo atraviesan o cualquier otro elemento de armonía que obsequia la vida al natural son oportunidades únicas para la alegre contemplación.

Esta idea nos la sugiere magistralmente la literatura del célebre novelista ruso Fiódor Dostoievski (1821-1881) en un pasaje de El pequeño héroe (1857), obra que escribió estando encerrado y condenado a muerte en una prisión de la Rusia zarista de Nicolás I.

“Me vestí aprisa, bajé al jardín y me encaminé al bosque. Me dirigí a su parte más frondosa, donde la fragancia de la arboleda traía más olor a resina, y donde más refulgían los rayos del sol, satisfechos de haber podido filtrarse por el tupido follaje. La mañana era hermosísima. Penetrando más y más, acabé por verme en el otro extremo del bosque, junto al río Moscova, que fluía a cosa de doscientos pasos. La orilla era escarpada. Al otro lado estaban segando heno. Me quedé embebido contemplando cómo filas enteras de afiladas guadañas resplandecían al sol a cada movimiento de los segadores, para desaparecer acto seguido cual culebrillas de fuego que se escondieran en algún recoveco, y cómo la yerba cortada era despedida en espesos y esponjosos haces y se iba alineando en largas franjas de rectas. No recuerdo cuánto tiempo llevaría embelesado en mi contemplación, cuando de pronto salí de ella al oír dentro del bosque, en una vereda que pasaba a cosa de unos vente pasos de mí y que, partiendo de la carretera, iba hacía la mansión señorial, el bufar de un caballo y el ruido de sus cascos escarbando el suelo”.

Para leer más:

Fiódor M. Dostoievski: Noches blancas. El pequeño héroe. Austral, Barcelona, 2025.

Inyección de naturaleza: una cita con Dostoievski

Cuando la vida en la urbe se vuelve inquietante, el ser humano tiene la opción de encontrar momentos de alegría y felicidad si vuelve sus pasos hacia la naturaleza, su hogar primigenio.

Traemos hasta aquí un pasaje de la obra Noches blancas (1849), del célebre novelista ruso Fiódor Dostoievski (1821-1881), donde el protagonista, un joven soñador atormentado por la soledad en una ciudad como Petersburgo, nos relata las siguientes sensaciones: 

“Anduve mucho, de suerte que, siguiendo mi costumbre, había olvidado dónde estaba, cuando, de repente, noté que había llegado a una de las puertas de la ciudad. Lleno de súbita alegría, atravesé la barrera y eché a andar entre prados y tierras de labranza. Lejos de sentirme fatigado, pareció quitárseme un peso de encima. Los viandantes me miraban con tal simpatía, que les faltaba poco para hacerme una reverencia. Todos se mostraban contentos, y todos fumaban cigarros puros. Yo me puse tan alegre como no había estado nunca. Me creí transportado a Italia: ¡tanta fue la impresión que me causó la naturaleza a mí, un enfermizo habitante de la ciudad que estaba a punto de asfixiarse entre las paredes de las casas”.

Para leer más:

Fiódor M. Dostoievski: Noches blancas. El pequeño héroe. Austral, Barcelona, 2025.

El lenguaje de la naturaleza: una cita con Hermann Hesse

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Le debemos al escritor Herman Hesse (1877-1962), merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1946, una extensa obra. De ella podemos extraer valiosas enseñanzas.

En su artículo Sobre mariposas, publicado en 1935, Hesse nos revela que existen pocos caminos ancestrales que puedan llevar al hombre a la felicidad o a la sabiduría. Uno de ellos es “el camino del asombro ante la naturaleza y de la atenta escucha de su lenguaje”. Empatizar con la naturaleza, tratando de sentir su bello lenguaje, nos aleja de la codicia y del afán de explotación que terminan por cegar al ser humano.

«El asombro comienza y acaba en sí mismo, y sin embargo el asombro no es un camino estéril. El que yo me asombre ante un musgo, un cristal, una flor, un coleóptero dorado, o ante un cielo de nubes, un mar con el sereno y gigantesco respirar de sus mareas, un ala de mariposa con el orden de sus estrías cristalinas, el corte y las cenefas coloreadas de sus bordes, los múltiples caracteres y adornos de su dibujo y las infinitas, tenues y mágicas gradaciones y tonalidades de los colores… siempre que abordo con el ojo o con otro sentido corporal un trozo de naturaleza, si me siento atraído y encantado por él y me abro por un momento a su ser y a su revelación, en ese momento he olvidado toda esa zona ciega y codiciosa del ansia humana, y en lugar de pensar o imperar, en lugar de conquistar y explotar, de combatir u organizar, no hago otra cosa que “asombrarme” como Goethe, y con ese asombro no sólo me hago hermano de Goethe y demás poetas sabios, sino que me hago hermano de todo aquello que me asombra y que yo siento como mundo viviente: de la mariposa, del escarabajo, de la nube, del río y el monte, pues por la vía del asombro he escapado momentáneamente al mundo de las separaciones y he ingresado en el mundo de la unidad…».

Para leer más:

Hermann Hesse: Pequeñas alegrías. Alianza Editorial, Madrid, 2010.

El dinero y el bosque: una cita con León Tolstói

El desarrollo perdurable de una sociedad requiere que se aferre a unos sólidos valores humanos. El afán desmedido de poseer dinero y atesorar riquezas es un camino sin salida que la evidencia nos ha demostrado que a la postre sólo conduce al deterioro de la convivencia y a la degradación de la naturaleza.

El célebre escritor ruso León Tolstói (1828-1910) nos legó el cuento El amo y el sirviente que, publicado en 1895, ha sobrevivido al tiempo descubriéndonos aspectos de la mentalidad del hombre moderno que siguen estando muy vigentes.

El punto de partida que mueve la trama de este relato clásico no es otro que la codicia que domina el comportamiento de uno de sus protagonistas, el comerciante Basilio Andreievich. Su mayor objetivo vital es ganar mucho dinero. Por eso emprende un precipitado viaje, al que arrastra a su sirviente Nikita, para ir a comprar en la finca vecina un bosquecito a un precio muy ventajoso.

No tenía deseos de dormir. Estaba acostado y meditaba: pensaba siempre en lo mismo, en lo que representaba el único fin, sentido, alegría y orgullo de su existencia; en cuánto dinero había ganado y cuándo podría aún ganar; cuánto habrían ganado otras personas que conocía y cuánto tendrían; de qué modo lo habían ganado y de qué modo él mismo, al igual que aquellas, podría todavía ganar. La compra del bosquecito Gorachkinsky era para él un asunto de mucha importancia. Esperaba ganar en este asunto quizá diez mil rublos. Y empezó mentalmente a calcular el valor del bosquecito contando cada árbol en la extensión de dos hectáreas.

‘El roble será para los palos de los trineos, el maderaje se venderá por sí solo. Y la leña de treinta sallens cabe en una hectárea’, se decía a sí mismo. ‘De cada hectárea, en el peor de los casos, me quedarán doscientos sallens, cincuenta y seis hectáreas, cincuenta y seis centenas, cincuenta y seis décimas y cincuenta y seis quintas…’

Para leer más:

Chéjov, Dostoievski, Gógol, Gorki, Korolenko, Pushkin, Tolstói: Cuentos rusos clásicos. Ediciones Akal, Madrid, 2023.

El cocodrilo: una cita con Dostoievski

Un animal como el cocodrilo puede inspirar a escritores para que la lectura de su obra nos adentre en un mundo de enseñanzas sobre la condición humana y los valores de una sociedad. 

El mejor ejemplo es el del novelista ruso Fiódor Dostoievski (1821-1881) que en 1865 publicó El cocodrilo, un relato lleno de humor satírico en el que el autor nos adelanta la crisis que atraviesa la sociedad rusa de su época ante el advenimiento de los nuevos principios económicos del sistema capitalista que se extiende por Europa.

En el desarrollo de este cuento de Dostoievski, el cocodrilo, que es considerado como un “pérfido monstruo”, se convierte en toda una novedad en Rusia, gracias a que su dueño, un alemán, lo había traído para su exhibición comercial, bajo entrada de 25 kopeks, en un local de El Pasaje en San Petersburgo.

Un día, por accidente, el animal engulle completamente a un visitante, Iván Matveich, lo que provocará diversidad de reacciones. Entre ellas la de su amigo y acompañante que, desesperado, acudirá al despacho de Timotei Seminoch para solicitarle consejo antes de que Iván se asfixie allí dentro. Sin embargo, el apoyo que esperaba recibir del compañero de trabajo será, en realidad, una fría respuesta economicista: “Pero lo que hay tener presente, ante todo, es que el cocodrilo es una propiedad y que, por tanto, anda por medio el principio económico. ¡El principio económico es lo primero!”.

Más adelante, Timotei Seminoch, el colega del desafortunado accidentado, refuerza su postura con las siguientes palabras:

“Que qué hemos de hacer por Iván Matveich? ¡Pues si todo lo que acabo de decir se refiere a él! Estamos haciendo cuanto podemos por atraernos capitales extranjeros, y apenas cuando la fortuna del dueño del cocodrilo ha aumentado el doble en razón del percance de Iván Matveich, ¿quiere usted que le abramos la barriga a su bicho? ¿Es eso lo que dicta el sentido común? A mi juicio, Iván Matveich, a fuer de buen patriota, debe alegrase y enorgullecerse de haber podido duplicar, con sólo su intervención, el valor de un cocodrilo extranjero. ¿Qué digo duplicar? ¡Triplicar! Visto el éxito logrado por el dueño de ese cocodrilo, no tardará en venir otro con otro cocodrilo y luego otro con dos o tres. Alrededor de ellos se agruparán los capitales, y ahí tiene usted el comienzo de una burguesía. Todo cuanto hagamos para fomentar este movimiento será poco”.

Chéjov, Dostoievski, Gógol, Gorki, Korolenko, Pushkin, Tolstói: Cuentos rusos clásicos. Ediciones Akal, Madrid, 2023.

Naturaleza y riqueza en la isla del tesoro

Nos relata el escritor escocés Robert L. Stevenson (1850-1894) en su célebre novela La isla del tesoro las aventuras que vivieron Jim Hawkins y los dos bandos de la tripulación del buque La Española en su viaje a una isla donde se esconde un cofre con setecientas mil libras en oro.

En tierra firme aquellos buscadores de oro, siguiendo las pocas indicaciones del mapa que poseían, atravesaron bosques de pinos de diversas alturas. Su objetivo era dar con la pista de los tres “árboles elevados” localizados en el declive de la montaña de El Vigía que preside la isla.

En aquel lugar la contemplación de la belleza de la naturaleza quedaba ensombrecida por el resplandor de la ansiada riqueza. Como nos sugiere Stevenson en el siguiente pasaje, la codicia puede terminar por cegar el alma de los seres humanos:

“Llegamos al primero de los grandes árboles, pero tomada la dirección con la brújula resultó no ser aquel el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba como a unos doscientos pies sobre la cima de un boscaje de arbustos. Era este un verdadero gigante de los bosques con una columna recta y majestuosa como los pilares de una basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuya sombra podría muy bien haber maniobrado una compañía de soldados. Tanto desde el este como desde el oeste podía distinguirse muy bien en el mar aquel coloso y habérsele marcado en el mapa, como una señal marítima.

Pero no era por cierto su corpulencia imponente lo que impresionaba a mis compañeros, sino la seguridad de que nada menos que setecientas mil libras en oro yacían sepultadas en un punto cualquiera bajo el círculo extenso de su sombra. La idea de las riquezas que les aguardaban concluyó por dar al traste con todos sus terrores precedentes en cuanto que se acercaban al sitio codiciado. Sus ojos lanzaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expeditos; su alma entera estaba absorta en la expectativa de aquella riqueza fabulosa que había de asegurarles para toda la vida una no interrumpida serie de extravagancias y placeres sin límites, cuyas imágenes danzaban tumultuosamente en sus imaginaciones”.

Para leer más:

Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro. Ed. Salvat, Barcelona, 2020.

Una cita con César Manrique y el porvenir humano

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Artista total, naturalista con conciencia crítica, activista comprometido con el porvenir humano, defensor de un progreso en armonía, amante de la vida… César Manrique (1919-1992) fue esto y mucho más.

En los años ochenta del siglo XX, Manrique expresó sus sentidas preocupaciones sobre el devenir de un mundo que transcurría a gran velocidad por las autopistas de los valores sin salida. Más de treinta años después, ya en el siglo XXI, los mismos problemas de entonces continúan rodando sin frenos.

“Creo que, si en este ocaso del siglo XX, el hombre no es capaz de poner en orden las enormes injusticias, si no es capaz de frenar la ambición desmedida de poder y riqueza, pienso que nuestra existencia se reducirá a una autodestrucción paulatina e inexorable”.

Para leer más:

César Manrique: Escrito en el fuego. Edirca, Las Palmas de Gran Canaria, 1988.

Una cita con la ciudad utopiense de Tomás Moro

Torre de Londres (Inglaterra), donde fue preso y decapitado Tomás Moro en 1535.

En su célebre obra Utopía, el pensador inglés Tomás Moro (1478-1535) describe una república insular ideal en la que sus habitantes eran felices ya que respiraban «un grado de civilización y humanismo que supera ahora casi al resto de los mortales».

En la república de Utopía existen, junto con su capital Amauroto, un total de 54 ciudades, «todas espaciosas y magníficas». En ellas sus habitantes gozan de un estilo de vida que, al no propiciar la codicia y la soberbia, impide que existan la pobreza y la inequidad.

«Toda ciudad está dividida en cuatro partes iguales. En el centro de cada una de las partes hay un mercado para todo. Se depositan allí, en casas especiales, los productos de cada familia, y se reparte cada especie por separado en almacenes. A ellos acude el padre de familia a buscar lo que él y los suyos necesitan, y sin dinero, sin ninguna compensación en absoluto, retira lo que buscare. ¿Por qué se le habrá de negar nada, si sobra de todo y no reina temor alguno de que alguien quiera recabar más de lo que es preciso? Pues, ¿por qué razón pensar que pedirá cosas innecesarias quien tiene por cierto que nunca le ha de faltar nada? Efectivamente, lo que vuelve ávido y rapaz es, en el reino todo de los vivientes, el temor a la privación, o, en el hombre, la sola soberbia, que tiene a gloria el sobrepujar a los demás en la ostentación de lo superfluo, tipo este de vicio que no tiene absolutamente ninguna cabida en las instituciones de los utopienses».

Para leer más:

Tomás Moro: Utopía. Taurus, Barcelona, 2016.

La gaviota de Richard Bach

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«Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo».

Así empieza Juan Salvador Gaviota, el conocido relato de Richard Bach. Inspirado en la vida de las gaviotas, el autor escribe toda una invitación a la libertad y la búsqueda del progreso del ser humano por los vuelos de la honestidad, la bondad y el aprendizaje.

Traemos hasta aquí el siguiente fragmento extraído de sus primeras páginas:

«Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.

Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.

La mayoría de las gaviotas no se molestan en aprender sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar».

Para leer más:

Richard Bach (1970): Juan Salvador Gaviota.