Los libros y el bosque para José Saramago

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El escritor portugués José Saramago (1922-2010), Premio Nobel de Literatura en 1998, describe su iniciación a la lectura, empleando un símil inspirado en la naturaleza, con estas palabras:

«Empezar a leer fue para mí como entrar en un bosque por primera vez y encontrarme de pronto con todos los árboles, todas las flores, todos los pájaros. Cuando haces eso, lo que te deslumbra es el conjunto. No dices me gusta este árbol más que los demás. No, cada libro en que entraba lo tomaba como algo único».

Para más información:

El País Semanal, Madrid, 29 de noviembre de 1998.

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El Che Guevara y el mar

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En diciembre de 1951 el joven Ernesto Che Guevara (1928-1967) de veintitrés años decidió emprender un largo viaje en moto por Latinoamérica con su amigo Alberto Granado.

En Notas de viaje el Che narra las vivencias adquiridas durante su recorrido por tierras de Chile, Perú, Colombia y Venezuela. Su relato permite acercarnos a una etapa de la vida, más bien desconocida, de esta figura histórica del siglo XX.

Reproducimos aquí un fragmento extraído de sus páginas dedicadas al océano Atlántico:

«La luna llena recorta sobre el mar y cubre de reflejos plateados las olas. Sentados sobre una duna, miramos el continuo vaivén con distintos ánimos: para mí fue siempre el mar un confidente, un amigo que absorbe todo lo que le cuentan sin revelar jamás el secreto confiado y que da el mejor de los consejos: Un ruido cuyo significado cada uno interpreta como puede; para Alberto es un espectáculo nuevo que le causa una turbación extraña cuyos reflejos se perciben en la mirada atenta con que sigue el desarrollo de cada una de las olas que van a morir a la playa. Frisando los treinta años Alberto descubre el océano Atlántico y siente en ese momento la trascendencia del descubrimiento que le abre infinitas vías hacia todos los puntos del globo».

 

Para leer más:

Ernesto Che Guevara: Notas de Viaje, Ediciones B, Barcelona, 2002.

El amor a la naturaleza en la obra de Antonio Machado

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El escritor Antonio Machado (1875-1939) nos legó, además de su extensa obra poética, Juan de Mairena,  un clásico de la literatura española del siglo XX donde su protagonista nos invita a meditar sobre diversos temas de carácter filosófico, moral y político.

En una de sus clases el maestro Juan de Mairena se dirige a sus alumnos para hablarles sobre la necesidad de crear hábitos saludables. Mairena era profesor de Gimnasia, además de dar clases de Retórica, y aun así defendía que la expresión de educación física era ambiciosa y absurda: “No hay que educar físicamente a nadie”. En su lugar elogiaba las cualidades de la Naturaleza.

“Para crear hábitos saludables –añadía-, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la ciudadanía. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables –y es mucho suponer-, nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se deleita en contemplarla, o la curiosidad por ella, que se empeña en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas”.

Para leer más:

Antonio Machado (1936): Juan de Mairena

Una cita con la primavera en la obra de Goethe

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La célebre obra Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832),  está plena de imágenes poéticas que invitan a ver, sentir y pensar. Las invocaciones a la belleza de la naturaleza también están presentes en escenas como la siguiente:

El protagonista, Fausto, ante la puerta de la ciudad, acompañado de su ayudante Wagner, hace un canto a la naturaleza y al comienzo de la primavera.

“El río y los arroyos se han liberado del hielo por la suave y vivificadora mirada de la primavera, en el valle verdea la dicha de la esperanza; el viejo invierno, en su debilidad, se retira a las ásperas montañas. Desde allí, volando, envía solamente impotente descarga de hielo en granos a trecho sobre la llanura verdeante; pero el sol no tolera nada blanco: por todas partes bulle el crecimiento y el esfuerzo, todo se quiere animar con colores; pero le faltan flores en este territorio, y en su lugar toma gente vestida de fiesta”.

Para leer más:

Johann Wolfgang von Goethe (1832): Fausto.

 

El amor al campo del hombre moderno en la obra de Antonio Machado

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La obra literaria de Antonio Machado (1875-1939) va más allá de la poesía y se extiende hasta los terrenos filosófico, moral y político en obras como la de Juan de Mairena. En este clásico de la literatura española del siglo XX las reflexiones de su protagonista ante sus alumnos nos invitan a meditar al tiempo que nos iluminan sobre la rotunda actualidad de muchos de los asuntos que trata.

En una de sus clases, el maestro Juan de Mairena centra su atención en la relación que mantenemos con la naturaleza. De esta forma responde Machado -el autor- a través de Mairena -su personaje- a la cuestión de si el hombre moderno posee un verdadero amor al campo:

“Pero no debemos engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. Después de Juan Jacobo Rousseau, el ginebrino, espíritu ahíto de ciudadanía, la emoción campesina, la esencialmente geórgica, de tierra que se labra, la virgiliana y la de nuestro gran Lope de Vega, todavía, ha desaparecido. El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del techo urbano y del terror creciente a las aglomeraciones urbanas.

¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno, el joven y sabio rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente, que busca la salud, lo cual, bien entendido, es indudable”.

Para leer más:

Antonio Machado (1936): Juan de Mairena.

Una cita con el arco iris en la obra de Goethe

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Es conocida la riqueza de escenas como vívidos cuadros de pinturas literarias que presenta Fausto, la célebre obra de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Traemos hasta aquí un bello pasaje del acto I de la segunda parte de la tragedia.

Mientras amanece, el doctor Fausto, rodeado de espíritus con graciosas formas, invoca a la naturaleza y a la formación del arco iris:

“¡Quede, pues el sol a mi espalda! La cascada de agua, que ruge a través de la grieta de las peñas, la contemplo con entusiasmo creciente; de caída en caída se va abriendo en miles, y luego derrama en otros mil torrentes, zumbando y elevando por el aire espuma tras espuma. Pero ¡qué espléndidamente, respondiendo a este empuje, se eleva el arco policromo en perpetua alternancia unas veces trazando nítidamente, otras veces fundiéndose en el aire, y difundiendo en torno lluvia fresca y aromada! Ahí se refleja el esfuerzo humano. Medita sobre él, y comprenderás exactamente: en ese fulgor coloreado tenemos la vida”.

Para leer más:

Johann Wolfgang von Goethe (1832): Fausto

 

Una cita con el «bosque de leyenda” de Miguel Ángel Asturias

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El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) nos regaló estas palabras con las que literariamente consigue fusionar el ser humano y la naturaleza de forma magistral:

«En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas: ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra.

Los caminos se enroscaron y el paisaje fue apareciendo en la claridad de las distancias enigmático y triste, como una mano que se descalza el guante. Líquenes espesos acorazaban los troncos de las ceibas. Los robles más altos ofrecían orquídeas a las nubes que el sol acababa de violar y ensangrentar en el crepúsculo. El culantrillo simulaba una lluvia de esmeraldas en el cuello carnoso de los cocos. Los pinos estaban hechos de pestañas de mujeres románticas».

Para leer más:

Miguel Ángel Asturias (1930): Leyendas de Guatemala.

 

Una cita con la laguna Walden de Henry D. Thoreau

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La estrecha comunión que el escritor naturalista Henry D. Thoreau (1817-1862) mantiene con la naturaleza nos la transmite en su célebre obra a través de la bella descripción que hace de la laguna Walden. Traemos hasta aquí las siguientes líneas:

«El paisaje de Walden es de escala humilde, aunque muy bello; no tiene nada de grandioso ni podría interesar mucho a quien lo haya frecuentado largo tiempo, o vivido junto a la ribera; sin embargo, esta laguna es tan notable por su profundidad y pureza, que merece una descripción particular. Es como un pozo limpio, verde oscuro, de acaso media milla de longitud y de milla y tres cuartos de circunferencia que cubre pues unas veinticinco hectáreas; un manantial eterno entre pinares y robledos, sin afluente ni aliviadero alguno visibles que no sean las nubes y la evaporación. Las colinas circundantes se alzan bruscamente de las aguas hasta alturas entre cuarenta y ochenta pies, y aunque por el este y algo más al sur alcanzan cotas de ciento cincuenta y cien pies, respectivamente, a una distancia de un cuarto y un tercio de milla están totalmente cubiertas de arbolado. En Concord el agua muestra siempre dos colores por lo menos, uno, de lejos, y otro, más exacto, de cerca. El primero depende sobre todo de la luz y concuerda con el cielo. En tiempo claro, en el estío, las aguas parecen azules a escasa distancia, sobre todo si están agitadas, mientras que desde lejos todo resulta igual. En tiempo tempestuoso, en cambio, se diría que se trata de pizarra oscura. Del mar se dice, sin embargo, que un día aparece azul y el otro verde sin que medie cambio alguno perceptible en la atmósfera. Yo he visto nuestro río, cuando la campaña estaba cubierta de nieve, y tanto el agua como el hielo eran tan verdes como la hierba misma. Algunos consideran que el azul ‘es color del agua pura, tanto en estado sólido como líquido’. Pero, al mirar directamente a lo hondo de nuestros caudales desde un bote se ve que son de muy diferentes colores. Walden aparece ora azul ora verde, incluso desde el mismo punto de observación».

Para leer más:

Henry D. Thoreau (1854): Walden o la vida en los bosques.

El canto a la palmera de Miguel Hernández

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En 1933 el poeta español Miguel Hernández (1910-1942) publicó este poema con el que, a modo de acertijo para el lector, canta a la palmera de su tierra natal para convertirla en la protagonista.

«ANDA, columna; ten un desenlace

de surtidor. Principia por espuela.

Pon a la luna un tirabuzón. Hace

el camello más alto de canela

Resuelta en claustro viento esbelto pace,

oasis de beldad a toda vela

con gargantillas de oro en la garganta:

fundada en ti se iza la sierpe, y canta».

Para leer más:

Miguel Hernández (1933): Perito en lunas

Una cita con el río en la obra de Joseph Conrad

El literato inglés de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924) narró como pocos la envolvente fuerza natural de un río: el río Congo. Traemos hasta aquí estas expresivas palabras pertenecientes a su reputada novela «El corazón de las tinieblas»:

«Remontar aquel río fue como retroceder hasta los orígenes más tempranos del mundo, cuando la vegetación dominaba la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, denso, pesado, lento. No había ninguna alegría en el brillo del sol. Los largos tramos del canal seguían corriendo, desiertos, hasta la penumbra de la ensombrecida lejanía. En bancos de arena plateados, hipopótamos y caimanes tomaban juntos el sol. Las aguas ensanchadas fluían a través de una aglomeración de islas boscosas; uno se perdía en aquel río como lo haría en un desierto, y se chocaba todo el día contra bajíos, tratando de encontrar el canal, hasta que uno se creía hechizado y aislado para siempre de todo lo que había conocido alguna vez…, en algún lugar…, muy lejos…, en otra existencia tal vez».

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Casa donde en 1861 vivió Joseph Conrad. Varsovia, Polonia

Para leer más:

Joseph Conrad (1899): El corazón de las tinieblas.