En diciembre de 1951 el joven Ernesto Che Guevara (1928-1967) de veintitrés años decidió emprender un largo viaje en moto por Latinoamérica con su amigo Alberto Granado.
En Notas de viaje el Che narra las vivencias adquiridas durante su recorrido por tierras de Chile, Perú, Colombia y Venezuela. Su relato permite acercarnos a una etapa de la vida, más bien desconocida, de esta figura histórica del siglo XX.
Reproducimos aquí un fragmento extraído de sus páginas dedicadas al océano Atlántico:
«La luna llena recorta sobre el mar y cubre de reflejos plateados las olas. Sentados sobre una duna, miramos el continuo vaivén con distintos ánimos: para mí fue siempre el mar un confidente, un amigo que absorbe todo lo que le cuentan sin revelar jamás el secreto confiado y que da el mejor de los consejos: Un ruido cuyo significado cada uno interpreta como puede; para Alberto es un espectáculo nuevo que le causa una turbación extraña cuyos reflejos se perciben en la mirada atenta con que sigue el desarrollo de cada una de las olas que van a morir a la playa. Frisando los treinta años Alberto descubre el océano Atlántico y siente en ese momento la trascendencia del descubrimiento que le abre infinitas vías hacia todos los puntos del globo».
Para leer más:
Ernesto Che Guevara: Notas de Viaje, Ediciones B, Barcelona, 2002.
El escritor Antonio Machado (1875-1939) nos legó, además de su extensa obra poética, Juan de Mairena, un clásico de la literatura española del siglo XX donde su protagonista nos invita a meditar sobre diversos temas de carácter filosófico, moral y político.
En una de sus clases el maestro Juan de Mairena se dirige a sus alumnos para hablarles sobre la necesidad de crear hábitos saludables. Mairena era profesor de Gimnasia, además de dar clases de Retórica, y aun así defendía que la expresión de educación física era ambiciosa y absurda: “No hay que educar físicamente a nadie”. En su lugar elogiaba las cualidades de la Naturaleza.
“Para crear hábitos saludables –añadía-, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la ciudadanía. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables –y es mucho suponer-, nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se deleita en contemplarla, o la curiosidad por ella, que se empeña en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas”.
La célebre obra Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), está plena de imágenes poéticas que invitan a ver, sentir y pensar. Las invocaciones a la belleza de la naturaleza también están presentes en escenas como la siguiente:
El protagonista, Fausto, ante la puerta de la ciudad, acompañado de su ayudante Wagner, hace un canto a la naturaleza y al comienzo de la primavera.
“El río y los arroyos se han liberado del hielo por la suave y vivificadora mirada de la primavera, en el valle verdea la dicha de la esperanza; el viejo invierno, en su debilidad, se retira a las ásperas montañas. Desde allí, volando, envía solamente impotente descarga de hielo en granos a trecho sobre la llanura verdeante; pero el sol no tolera nada blanco: por todas partes bulle el crecimiento y el esfuerzo, todo se quiere animar con colores; pero le faltan flores en este territorio, y en su lugar toma gente vestida de fiesta”.
El economista John Kenneth Galbraith (1908-2006) refiriéndose al capitalismo escribió estas palabras en su conocida obra «La Era de la incertidumbre»:
«…el capitalismo sirve perfectamente para proporcionar las cosas -automóviles, envoltorios desechables, drogas, alcohol- que más problemas causan a la ciudad. Pero no sirve para proporcionar lo que los moradores de la ciudad necesitan con mayor urgencia».
Para leer más:
John Kenneth Galbraith (1977): La Era de la Incertidumbre.
El naturalista, científico y viajero prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859), en su viaje rumbo a las Indias Occidentales en el año 1799, reparó durante una semana en las Islas Canarias, en particular en Tenerife. De esta isla dejó testimonio escrito de la belleza del paisaje que se encontró:
«Bajando al valle de Tacoronte se entra en ese país delicioso del que han hablado con entusiasmo los viajeros de todas las naciones. En la zona tórrida he encontrado sitios en donde es más majestuosa la naturaleza, más rica en el desenvolvimiento de las formas orgánicas; pero después de haber recorrido las riberas del Orinoco, las cordilleras del Perú y los hermosos valles de México, confieso no haber visto en ninguna parte un cuadro más variado, más atrayente, más armonioso, por la distribución de las masas de verdor y de las rocas».
Para leer más:
Alfred Gebauer (2014): Alexander von Humboldt. Su semana en Tenerife 1799.
El célebre economista John Kenneth Galbraith (1908-2006) refiriéndose a la protección del medio ambiente escribió estas palabras en su conocida obra La Era de la incertidumbre:
«Sólo protegemos nuestro medio ambiente cuando decimos lisa y llanamente lo que se puede y lo que no se puede hacer al aire, al agua, al paisaje. Es una verdad difícil. Si hay que ahorrar energía sin perjudicar los empleos, empecemos por el propio automóvil. Los recursos duran más si se usan menos. Es otra verdad difícil».
Para leer más:
John Kenneth Galbraith (1977): La Era de la incertidumbre.
El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) nos regaló estas palabras con las que literariamente consigue fusionar el ser humano y la naturaleza de forma magistral:
«En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas: ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra.
Los caminos se enroscaron y el paisaje fue apareciendo en la claridad de las distancias enigmático y triste, como una mano que se descalza el guante. Líquenes espesos acorazaban los troncos de las ceibas. Los robles más altos ofrecían orquídeas a las nubes que el sol acababa de violar y ensangrentar en el crepúsculo. El culantrillo simulaba una lluvia de esmeraldas en el cuello carnoso de los cocos. Los pinos estaban hechos de pestañas de mujeres románticas».
Para leer más:
Miguel Ángel Asturias (1930): Leyendas de Guatemala.
El economista británico Edward J. Mishan (1917-2014) afirmaba en 1969, con su obra «Growth: the price we pay», que existen serias dudas de que haya una relación positiva clara entre bienestar social y desarrollo económico. Para este autor, que no se identificaba con la escuela de pensamiento económico convencional, los economistas, por lo general, no se preguntan en voz alta si el desarrollo material en Occidente está aumentando globalmente la felicidad de la humanidad.
El «desbocado» mundo moderno en que vivimos ha evolucionado, con su rápido e implacable progreso técnico, generando unos costes sociales que se vuelven excesivos en muchos ámbitos.
Mientras, los ciudadanos nos encontramos continuamente distraídos por «las maravillas de la técnica», de modo que no tenemos «ninguna noción de la amplitud y gravedad de la situación».
Para Mishan el crecimiento económico tiene unos costes sociales -que llamó efectos de rebosamiento– que «se distinguen por cuanto, injustificadamente, no son introducidos en el cálculo desde un comienzo». Entre dichos costes destaca los siguientes:
-La congestión del tráfico en nuestras ciudades.
-La limitada soberanía del consumidor.
-Las pérdidas de tiempo y la ansiedad que genera en el consumidor la creciente producción de mercancías.
-El «cosmopolitismo uniforme».
-La destrucción de la variedad que provoca el progreso tecnológico.
-Los daños al medio ambiente.
En concreto, respecto a los costes medioambientales que conlleva el crecimiento económico, este autor resalta los siguientes:
«(…) la erosión del campo; el afeamiento de nuestras ciudades costeras; la polución de la atmósfera y de los ríos mediante los desperdicios químicos; la acumulación de petróleo en las aguas de nuestras costas; el envenenamiento de nuestras playas por las aguas residuales; la destrucción de la vida silvestre por el uso indiscriminado de los insecticidas; el cambio del sistema de cría de los animales en el campo, al sistema de granjas industriales; y, lo que resulta evidente para todo quien tenga ojos para ver, la irreflexiva destrucción de una rica herencia de bellezas naturales, una herencia que no podrá restaurarse en vida de nuestra generación».
Para Mishan, pues, las principales fuentes del bienestar social no han de buscarse en el crecimiento económico per se, sino en una forma más selectiva de desarrollo. A modo de ejemplo, expone las siguientes sentencias:
«Resulta perfectamente posible arreglar las cosas de forma que se produzcan muchos menos bienes superfluos y, en cambio, se pueda disfrutar de un mayor tiempo libre».
«Podemos reducir la publicidad en los periódicos y, a cambio, conservar nuestros bosques».
«Podemos decidir reducir la lucha por la competencia y optar por una vida más fácil y reposada».
«Devolver la tranquilidad y dignidad a nuestras ciudades y hacer posible que la gente pueda vagar sin verse molestada por el tráfico y pueda gozar de nuevo del encanto de los pueblos y ciudades históricos».
«(…) Preservar para la posteridad aquellos recursos naturales limitados que, en ausencia de una legislación prohibitiva o en ausencia de controles, seguirían siendo deteriorados y malgastados».
Para leer más:
E. J. Mishan (1969): Growth: the price we pay. (En español: E. J. Mishan: Los costes del desarrollo económico. Oikos-tau, Barcelona, 1989, 2ª edición).
El literato inglés de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924) narró como pocos la envolvente fuerza natural de un río: el río Congo. Traemos hasta aquí estas expresivas palabras pertenecientes a su reputada novela «El corazón de las tinieblas»:
«Remontar aquel río fue como retroceder hasta los orígenes más tempranos del mundo, cuando la vegetación dominaba la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, denso, pesado, lento. No había ninguna alegría en el brillo del sol. Los largos tramos del canal seguían corriendo, desiertos, hasta la penumbra de la ensombrecida lejanía. En bancos de arena plateados, hipopótamos y caimanes tomaban juntos el sol. Las aguas ensanchadas fluían a través de una aglomeración de islas boscosas; uno se perdía en aquel río como lo haría en un desierto, y se chocaba todo el día contra bajíos, tratando de encontrar el canal, hasta que uno se creía hechizado y aislado para siempre de todo lo que había conocido alguna vez…, en algún lugar…, muy lejos…, en otra existencia tal vez».
Casa donde en 1861 vivió Joseph Conrad. Varsovia, Polonia
Para leer más:
Joseph Conrad (1899): El corazón de las tinieblas.
Muchos de los grandes genios de la cultura se inspiran en la naturaleza para desarrollar su obra creativa. Uno de esos genios fue Fryderyk Chopin (1810-1849). De él se decía que su música fluye como el agua.
F. Chopin. Varsovia, Polonia
Compuso principalmente obras para piano como Polonesas, Mazurcas, Preludios, Estudios, Nocturnos, Valses, Canciones… Algunas llevan títulos que aluden a la naturaleza como «Primavera»o «El triste río».
Inspiradora es la descripción que el propio Chopin hace del rubato, recurso musical que tanto utilizó en sus composiciones musicales:
«La mano derecha puede desviarse del compás, pero la mano acompañante ha de tocar con apego a él. Imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento: el tronco es el compás inflexible, las hojas que se mueven son las inflexiones melódicas».