Verbo y naturaleza: un poema de Rafael Alberti

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Con el poema De ayer para hoy el escritor español Rafael Alberti (1902-1999) evoca la naturaleza -monte, prado, cielo, mar- para celebrar la creatividad y el empleo preciso de las palabras.

«Después de este desorden impuesto, de esta prisa,
de esta urgente gramática necesaria en que vivo,
vuelva a mí toda virgen la palabra precisa,
virgen el verbo exacto con el justo adjetivo.

Que cuando califique de verde al monte, al prado,
repitiéndole al cielo su azul como a la mar,
mi corazón se sienta recién inaugurado
y mi lengua el inédito asombro de crear».

 

Para leer más:

Rafael Alberti: Entre el clavel y la espada. Ediciones Orbis, Barcelona, 1984.

 

 

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José Saramago: una cita con el mundo y la palabra

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En la obra El cuaderno del año del Nobel, el escritor José Saramago (1922-2010) nos descubre con unas pocas líneas un mundo, el nuestro, donde habitan los valores de la naturaleza pero también la magia de las palabras.

«No es verdad que todo el mundo ya esté descubierto. El mundo no es solo la geografía con sus valles y montañas, sus ríos y lagos, sus llanuras, los grandes mares, las ciudades y las calles, los desiertos que ven pasar el tiempo, el tiempo que nos ve pasar a todos. El mundo es también las voces humanas, ese milagro de la palabra que se repite todos los días, como una corona de sonidos viajando en el espacio».

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, Madrid, 2018.

 

Una cita con Pío Baroja y las fuerzas de la naturaleza

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Andrés Hurtado, el protagonista literario creado por Pío Baroja (1872-1956) en su novela El árbol de la ciencia, se fue a vivir a un pueblo de las afueras de Valencia. Allí pasó días en los que reinaban el aburrimiento y la incertidumbre sobre el futuro, en medio de un lugar aún desconocido.

«En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban círculos caprichosos en el aire, lanzando gritos agudos. Andrés las seguía con la vista. Al anochecer se retiraban. Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con más fuerza y aparecía Júpiter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y soñoliento…

Andrés bajaba a cenar, y muchas veces por la noche volvía de nuevo a la azotea a contemplar las estrellas.

Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces el pensar en las fuerzas de la naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del aire y de agua, desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo».

Para leer más:

Pío Baroja: El árbol de la ciencia. Caro Raggio/Cátedra, Madrid, 2014.

 

El asombro de José Saramago

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José Saramago (1922-2010) escribió su último diario personal en 1998, el año en que fue reconocido con el Premio Nobel de Literatura.

Unas pocas palabras quedaron recogidas en su cuaderno el día 10 de julio; estaban marcadas por el asombro.

«Asombro. El Ayuntamiento de Madrid me propone para el Nobel. En Lanzarote, el taxista que me ha traído del aeropuerto me cuenta que el terreno donde ahora se levanta mi casa había pertenecido a su familia y recordó que cuando tenía diez años labró esta tierra pobre con un camello…»

Para leer más:

José Saramago: El cuaderno del año del Nobel. Alfaguara, Madrid, 2018.

 

 

El canto a la primavera de Juan Ramón Jiménez

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El poeta Juan Ramón Jiménez (1881-1958), en su célebre Platero y yo, nos transmite, entre otros valores, el amor por la naturaleza. En esta elegía andaluza los dos protagonistas comparten su tiempo vivido durante el transcurso de un año, con sus meses y estaciones.

Así, en el capítulo XXV, el poeta describe con su magistral poesía en prosa la plenitud de la primavera que llega.

«En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros.

Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.

¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa -ya dentro, ya fuera-, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.

Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida».

Para leer más:

Juan Ramón Jiménez: Platero y yo. Ediciones Cátedra, Madrid, 2014. (La primera edición completa data de 1917).

Una cita con Pío Baroja, el progreso y la solidaridad

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Alcolea del Campo, el pueblo literario que fundó Pío Baroja (1872-1956), se convierte, a través del magistral verbo del célebre escritor español, en un referente para comprender la importancia que pueden llegar a tener valores como la solidaridad y el sentido de colectividad en el progreso de la sociedad.

Con estas palabras describe Pío Baroja el pueblo donde vivió Andrés Hurtado, el protagonista de su novela El árbol de la ciencia:

«El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.

Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En ese momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.

El pueblo aceptó la ruina con resignación.

-Antes éramos ricos -se dijo cada alcoleano-. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.

Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos».

Fue así como Alcolea del Campo pasó a ser un lugar donde abundaban el egoísmo, la envidia, la corrupción, la crueldad; donde gobernaban los más ineptos y «casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda y no se les tenía por ladrones»; donde se sufría «la explotación inicua de los miserables por los ricos».

Para leer más:

Pío Baroja (1911): El árbol de la ciencia.

 

 

 

La loa a los campos de Virgilio

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Con esta loa, extraída del Libro segundo de las Geórgicas, el poeta clásico Publio Virgilio (70 a. C.-19 a. C.) exalta las virtudes de los campos, de las que sus cultivadores son los más afortunados.

«¡Oh labradores bien afortunados, si conociesen su fortuna! Para quien, justísima, la tierra, lejos de las armas en discordia, ofrece a haldadas su sustento fácil. Si para ellos, el palacio alto, de soberbias puertas, no vomita una gran ola de mudrugadores que van a saludarles, ni boquiabiertos se extasían ante los dinteles de bellas conchas incrustados, ni ante los ropajes bordados de oro, ni ante los bronces efireyos, ni la lana blanca afeitada con tinta asiria, para ellos, y la casia no gasta la pureza de su claro aceite. Pero, en cambio, no les falta segura quietud y vida que ignora el engaño, rica de riquezas variadas; y ni ocios en sus campos libres; grutas y vivos lagos, y valles frescos, y mugidos de bueyes y, bajo un árbol, sueños apacibles; selvas allí y guaridas de salvajina y juventud parca y paciente; días de fiesta y padres reverenciados. Emigrando de la tierra la Justicia, marcó entre ellos sus postreros pasos. Pero ténganme a mí las Musas, sobre cualquiera otra cosa dulces, cuyos ritos celebro y en cuyo gran amor estoy prendido; muéstrenme ellas los caminos del cielo y muéstrenme los astros los varios fallecimientos del sol y los desfallecimientos de la luna; de dónde el temblor viene a las tierras; con qué fuerza, rotas sus valías, los profundos mares se entumecen y después se recogen en sí mismos; por qué los soles invernales se apresuran tanto a mojarse en el Océano o qué retardo detiene las perezosas noches del estío. Pero si no puedo allegarme a estos misterios de la Naturaleza y, en derredor del corazón, fría la sangre se me cuaja, agrádenme los campos y la fluvial dulzura con que rueda el agua en el fondo de los valles, ¿dónde estáis? ¿Y dónde está Esperqueo; dónde el Taigetán, donde por las fiestas de Baco va a danzar las doncellas de Lacedemonia? ¡Oh, quién me pusiera en los frescos valles del Hemo y me cobijara bajo la gran sombra de las ramas!».

Para leer más:

Publio Virgilio (29. a. C.): Geórgicas.

Una cita con las abejas de Virgilio

Valleseco, Laguna; 2014-03-02

El poeta romano Publio Virgilio (70 a. C.-19 a. C.) desarrolla en Geórgicas un auténtico tratado poético sobre el mundo rural.

Con estas palabras expresa Virgilio, en el Libro cuarto, cómo es la vida de las abejas:

«Algo me queda por decir. Tan pronto como el sol de oro empujare el invierno bajo tierra y en lumbre estiva se despejare el cielo, ellas, al punto recorren gándaras y selvas, cortan flores purpúreas y, en leve vuelo sobre el río, liban la flor del agua; y en tal sazón, no sé con qué dulzura, jovialmente, hacen sus celdas y sus hijos crían; en tal sazón, con arte no aprendido, hiñen la cera virgen y estilan la miel tenaz».

Para leer más:

Publio Virgilio (29. a. C.): Geórgicas.

 

La economía global en palabras de Carlos Fuentes

26. Cotopaxi. Ecuador, 2013

El destacado novelista Carlos Fuentes (1928-2012) fue un atento observador de los acontecimientos más relevantes del siglo XX. En el año 2002 publicó la obra En esto creo donde reúne sus reflexiones sobre el devenir de la economía global, que «como el Monte Everest, está allí. No se va a mover. El problema es cómo escalarla».

«No oculto por un momento los males de la economía global. El abismo creciente entre pobres y ricos. La abolición de ocupaciones tradicionales. La urbanización devastadora. La rapiña de recursos naturales. La destrucción de estructuras sociales. La vulgaridad de la cultura comercial.

Pero niego dos políticas: La del avestruz que esconde la cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la cristalería».

Para leer más:

Carlos Fuentes (2002): En esto creo.

 

Los orígenes de la agricultura en palabras de Virgilio

1. Manjakandiana_Mandraka Peyrieras_Moramanga_2018.08.03

El poeta romano Publio Virgilio (70 a. C.-19 a. C.) desarrolla en Geórgicas un auténtico tratado poético sobre el mundo rural. Con este poema de cuatro libros se adentra en la vida en el campo para informarnos y seducirnos sobre todo lo relativo a la agricultura: orígenes, técnicas, meteorología, los cultivos y sus cuidados…

Con estas palabras expresa Virgilio, en el Libro primero de sus Geórgicas, cómo fueron los orígenes de la agricultura en tiempos de Júpiter:

«Antes que Júpiter, colono alguno no mullía el campo, ni era cosa lícita señalar en él lindes ni cotos; era común su goce, y la tierra misma cortés lo daba todo y producía el fruto que nadie pedía. Él asimismo metió en el seno de las negras serpientes el veneno; él mandó que saltearan a los lobos, y al mar que se moviese, despojó las hojas de su miel y escondió el fuego, secó el raudal de vino que por doquier corría, a fin de que la experiencia industriosa alumbrase poco a poco varias artes y en los surcos buscase el trigo y sacudiese el abstruso fuego de las venas de pedernal. Entonces por primera vez sintieron los ríos la pesadumbre de los excavados álamos; entonces el marinero designó los astros por seres y por nombres: Pléyades, Híadas y la Osa luciente de Licaón. Entonces se inventó cazar las fieras con lazos y engañoso cebo y cercar con canes las silvestres gándaras. Y el otro con barredera red escombra el anchuroso río; y el otro saca arrastrando el mar el limo que rezuma. Entonces el rigor del hierro y el crujir chirriante de la sierra (pues los hombres primeros, a favor de cuñas, desgarraban el hediondo leño), entonces vinieron las variadas artes. Todo lo vence el pertinaz trabajo y la estrecha necesidad que aprieta en trances duros».

Para leer más:

Publio Virgilio (29. a. C.): Geórgicas.