Una cita con el amanecer en la obra de Goethe

_Z0B6488

La célebre obra de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), Fausto, está plena de imágenes poéticas, de cuadros literarios, que invitan a ver, sentir y pensar, como en la siguiente escena:

El doctor Fausto, tendido en un césped florido y rodeado de espíritus con graciosas formas, invoca a la naturaleza mientras nace un nuevo día.

“El pulso de mi vida late con viva frescura, saludando suavemente al etéreo amanecer; tú, tierra, también has permanecido fiel esta noche y alientas reviviendo de nuevo, a mis pies, y empiezas ya a rodearme de alegría; mueves y animas una poderosa resolución de esforzarme constantemente hacia la existencia suprema… En el fulgor del amanecer ya está abierto el mundo, el bosque resuena con vida de mil voces; valle arriba y valle abajo se extiende el roce de la niebla, pero la claridad celeste se hunde hasta lo profundo, y los troncos y ramas, con fresca vida, brotan del abismo perfumado, donde dormían sumergidos; también colores y colores se desprenden del fondo, y las flores y hojas gotean perlas temblorosas: en torno de mí se va haciendo un paraíso.

¡Miraré a lo alto! Las gigantes cumbres de las montañas anuncian ya la hora más solemne; pueden gozar muy pronto de la luz eterna, que luego se inclinará hacía nosotros. Ahora las praderas verdes e inclinadas de la ladera reciben nuevo fulgor y claridad, que poco a poco va llegando hasta abajo -¡cómo surge!-, y, con dolor ya cegado, me vuelvo y me aparto, penetrado por el deslumbramiento de mis ojos”.

Para leer más:

Johann Wolfgang von Goethe (1832): Fausto.

 

Anuncio publicitario

El amor a la naturaleza en la obra de Antonio Machado

_Z0B6372

El escritor Antonio Machado (1875-1939) nos legó, además de su extensa obra poética, Juan de Mairena,  un clásico de la literatura española del siglo XX donde su protagonista nos invita a meditar sobre diversos temas de carácter filosófico, moral y político.

En una de sus clases el maestro Juan de Mairena se dirige a sus alumnos para hablarles sobre la necesidad de crear hábitos saludables. Mairena era profesor de Gimnasia, además de dar clases de Retórica, y aun así defendía que la expresión de educación física era ambiciosa y absurda: “No hay que educar físicamente a nadie”. En su lugar elogiaba las cualidades de la Naturaleza.

“Para crear hábitos saludables –añadía-, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la ciudadanía. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables –y es mucho suponer-, nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se deleita en contemplarla, o la curiosidad por ella, que se empeña en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas”.

Para leer más:

Antonio Machado (1936): Juan de Mairena

Una cita con la primavera en la obra de Goethe

_Z0B4280

La célebre obra Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832),  está plena de imágenes poéticas que invitan a ver, sentir y pensar. Las invocaciones a la belleza de la naturaleza también están presentes en escenas como la siguiente:

El protagonista, Fausto, ante la puerta de la ciudad, acompañado de su ayudante Wagner, hace un canto a la naturaleza y al comienzo de la primavera.

“El río y los arroyos se han liberado del hielo por la suave y vivificadora mirada de la primavera, en el valle verdea la dicha de la esperanza; el viejo invierno, en su debilidad, se retira a las ásperas montañas. Desde allí, volando, envía solamente impotente descarga de hielo en granos a trecho sobre la llanura verdeante; pero el sol no tolera nada blanco: por todas partes bulle el crecimiento y el esfuerzo, todo se quiere animar con colores; pero le faltan flores en este territorio, y en su lugar toma gente vestida de fiesta”.

Para leer más:

Johann Wolfgang von Goethe (1832): Fausto.

 

El amor al campo del hombre moderno en la obra de Antonio Machado

_Z0B5811

La obra literaria de Antonio Machado (1875-1939) va más allá de la poesía y se extiende hasta los terrenos filosófico, moral y político en obras como la de Juan de Mairena. En este clásico de la literatura española del siglo XX las reflexiones de su protagonista ante sus alumnos nos invitan a meditar al tiempo que nos iluminan sobre la rotunda actualidad de muchos de los asuntos que trata.

En una de sus clases, el maestro Juan de Mairena centra su atención en la relación que mantenemos con la naturaleza. De esta forma responde Machado -el autor- a través de Mairena -su personaje- a la cuestión de si el hombre moderno posee un verdadero amor al campo:

“Pero no debemos engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. Después de Juan Jacobo Rousseau, el ginebrino, espíritu ahíto de ciudadanía, la emoción campesina, la esencialmente geórgica, de tierra que se labra, la virgiliana y la de nuestro gran Lope de Vega, todavía, ha desaparecido. El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del techo urbano y del terror creciente a las aglomeraciones urbanas.

¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno, el joven y sabio rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente, que busca la salud, lo cual, bien entendido, es indudable”.

Para leer más:

Antonio Machado (1936): Juan de Mairena.

Una cita de Alexander von Humboldt sobre la isla de Tenerife

_Z0B9983
Isla de Tenerife, 2015

El naturalista, científico y viajero prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859), en su viaje rumbo a las Indias Occidentales en el año 1799, reparó durante una semana en las Islas Canarias, en particular en Tenerife. De esta isla dejó testimonio escrito de la belleza del paisaje que se encontró:

«Bajando al valle de Tacoronte se entra en ese país delicioso del que han hablado con entusiasmo los viajeros de todas las naciones. En la zona tórrida he encontrado sitios en donde es más majestuosa la naturaleza, más rica en el desenvolvimiento de las formas orgánicas; pero después de haber recorrido las riberas del Orinoco, las cordilleras del Perú y los hermosos valles de México, confieso no haber visto en ninguna parte un cuadro más variado, más atrayente, más armonioso, por la distribución de las masas de verdor y de las rocas».

Para leer más:

Alfred Gebauer (2014): Alexander von Humboldt. Su semana en Tenerife 1799.

Una cita con el «bosque de leyenda” de Miguel Ángel Asturias

_Z0B2489

El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) nos regaló estas palabras con las que literariamente consigue fusionar el ser humano y la naturaleza de forma magistral:

«En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas: ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra.

Los caminos se enroscaron y el paisaje fue apareciendo en la claridad de las distancias enigmático y triste, como una mano que se descalza el guante. Líquenes espesos acorazaban los troncos de las ceibas. Los robles más altos ofrecían orquídeas a las nubes que el sol acababa de violar y ensangrentar en el crepúsculo. El culantrillo simulaba una lluvia de esmeraldas en el cuello carnoso de los cocos. Los pinos estaban hechos de pestañas de mujeres románticas».

Para leer más:

Miguel Ángel Asturias (1930): Leyendas de Guatemala.

 

Una cita con la naturaleza en la obra de Henry D. Thoreau

_MG_8625La estrecha comunión con la naturaleza que entabla el escritor naturalista Henry D. Thoreau (1817-1862) queda sintetizada en las siguientes palabras extraídas de su célebre obra Walden:

«La indescriptible inocencia y, beneficencia de la Naturaleza, del sol, del viento, de la lluvia, del verano y del invierno. ¡Qué salud, qué alegría proporcionan siempre! Y es tal la simpatía que vuelcan sobre nuestra raza, que la Naturaleza toda se afectaría, se empañaría el sol, suspirarían los vientos con voz humana, las nubes precipitarían lágrimas y los bosques desecharían su follaje para ponerse de luto en pleno verano, si algún hombre sufriera alguna vez por una causa justa. ¿Acaso no debo yo comulgar con la Naturaleza? ¿No soy en parte hojas y mantillo?».

Para leer más:

Henry D. Thoreau (1854): Walden o la vida en los bosques.

Una cita con Charles Darwin y la belleza de la naturaleza

8. Galápagos_S. Cristóbal. Ecuador
San Cristóbal. Islas Galápagos

El científico naturalista Charles Darwin (1809-1882) nos legó una trascendental obra, que hoy forma parte del patrimonio de la humanidad. La afamada obra «El origen de las especies», publicada en 1859, es el resultado de las reflexiones científicas que hizo su autor valiéndose de la observación directa de la naturaleza.

Su mente científica no impidió que poseyera una gran sensibilidad por la belleza y el valor intrínseco que presenta el planeta Tierra y los seres vivos que lo habitan. Traemos hasta aquí estas líneas con las que Darwin cierra las últimas páginas de su magna obra:

«Es interesante contemplar un enmarañamiento ribazo cubierto por numerosas plantas de muchas clases, con pájaros que cantan en los matorrales, con variados insectos revoloteando en torno y con gusanos que se arrastran por entre la tierra húmeda, y reflexionar que estas formas primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente unas de otras de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran en rededor nuestro».

Y continúa Charles Darwin recordando, a modo de síntesis, dichas leyes:

«Estas leyes, tomadas en su sentido más amplio, son: la de crecimiento con reproducción; la de herencia, que está casi comprendida en la reproducción; la de variabilidad, por la acción directa e indirecta de las condiciones de vida, y por uso y desuso; y una razón de incremento tan elevada, que conduce a la lucha por la vida, y, como consecuencia, a la selección natural, que determina la divergencia de caracteres y la extinción de las formas menos perfeccionadas».

Para leer más:

Charles Robert Darwin (1859): El origen de las especies.

 

Sorolla, el pintor que persigue «el natural»

 

IMG_2309

El pintor español Joaquín Sorolla (1863-1923) nos legó una fructífera obra en la que valoramos su maestría para mostrar espontaneidad, emotividad y la fugacidad de la luz en las escenas y los momentos que sus retinas captaban. Fue el pintor de la luz, el trabajador del natural.

Sorolla percibe en los colores de sus escenas del natural infinitos matices. En palabras del propio pintor «el color es todo en la vida».

Pero su amor a la pintura no puede entenderse sin su pasión por la naturaleza. Así lo reflejó por escrito en 1918 con estas palabras extraídas de las cartas personales que mantuvo con Clotilde García, su esposa:

«Yo lo que quisiera es no emocionarme tanto, porque después de unas horas como hoy, me siento deshecho, agotado, no puedo con tanto placer, no lo resisto como antes, es que la pintura cuando se siente es superior a todo; he dicho mal, es el natural lo que es hermoso».

 

Para más información:

Museo Sorolla

Sorolla. El color del mar

Una cita con el viento en la obra de Juan Rulfo

_Z0B5799

El escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) nos legó una obra literaria no muy profusa, pero de excelente calidad. Su estilo único para describir el paisaje y el paisanaje, la estrecha relación entre sus personajes y el territorio en que habitan, trabajan, deambulan, sufren… lo convierten en un referente universal de la literatura latinoamericana del siglo XX.

Conocido también como el «narrador del viento», recordamos con las siguientes líneas la descripción que hace del valle de Comala, en su obra «Pedro Páramo»:

«Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó su hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra».

Y en otra de sus páginas de la misma obra «Pedro Páramo» leemos en boca de uno de sus personajes:

«Siento el lugar en que estoy y pienso…

Pienso cuando madrugaban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.

El viento bajaba las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.

Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacia caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época».

Para leer más:

Juan Rulfo (1955): Pedro Páramo.